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martes, 27 de octubre de 2009

WANDERLUST: Tedio. Más tedio.

I


La puerta, el interruptor del foco, el correo, son inconclusiones. Para abarcar las distancias, para agazaparse en la voluntad y borronear cualquier esbozo de quietud, hay que salvar el tedio; pero qué es esa presión intensa, qué es aquello insoportable cuya naturaleza se nos escapa de las manos, como un agua tibia que nos moja, pero que no deja sino su huella en la piel húmeda; que no se deja atrapar; un viento siestero, de siesta naranja, pajiza.

El sopor es una habitación inhóspita de la que cuesta escaparse. Arañamos las ventanas y mordemos los cerrojos helados, pero es un gesto de desesperación, inútil. Sin embargo, en días como hoy, la impresión de que cierta dosis de violencia podría ser liberadora abruma. La puerta, el interruptor, el correo, son posibilidades; ¿bastará con un empellón de fuerza considerable contra la puerta -¿qué tan anchas son sus tablas?- para partirla en pedazos y hacer volar las astillas, y hundirse en la profundidad del afuera donde se responde a una invitación y uno se refresca con la ducha helada, se toma un tereré, mientras aguarda otra respuesta, o simplemente se decide a realizar las atrasadas labores domésticas, que dadas las circunstancias son una forma de catársis?

Por eso ese ceremonioso entregarse al control remoto provoca cada día más repulsión, a pesar de que cuesta desprenderse de él –el tabaco, el alcohol-; eso de ir alimentando la náusea es una imagen recurrente pero sumamente oportuna.

Primero la ducha, después el correo.


II


El viejo está sentado en la siesta chupando mangos. Los cabellos de la fruta se hilan entre sus dientes y la viscosidad se apodera progresivamente de los labios, de los dedos, de la cara, con capas que se van superponiendo, dando la impresión de que pronto respirar se tornará dificultoso. Entonces, evitar observarlo se hace urgente, con el convenido gusto a chipa que se esponja en la frontera entre la garganta y los dientes de juicio.



II


Apagar la luz. Que haya en ello algo de saña.

lunes, 6 de abril de 2009

XIRU: Tedio II



La gran motopala transportó la tierra necesaria para nivelar el surco, clavando su cuchara en las partes más elevadas, desapareciéndolas para reaparecerlas en el lecho seco. La rascadora pasó varias veces con sus afiladas cuchillas sobre el regato enterrado; después fue el turno de martillos y niveladoras.





Entonces, hubo que buscar ornamentos para la desmirriada flor. El peso del calor, el insoportable peso del cuerpo húmedo de sudor. La piel salobre de César resaltaba los visos de los pelillos de sus piernas sobre las que Miguel tenía fijos los ojos.

―Si por lo menos había algo para hacer…

El destartalado ventilador les aturdía con sus chirridos. César estaba cayéndose de sueño, aburridísimo y Miguel barajaba los naipes. Le frotó una pierna.

-Mirá un poco, estás todo sudado.

-Y ese tu ventilador lo que no anda.

―Si por lo menos había algo para hacer…

(Sí, la piel salobre…) Porque qué del partidito sobre el empedrado, ni qué palo cruzado. Ni baldíos. Todo amurallado.

―Si por lo menos había algo para hacer…

Al atardecer solían sentarse a la vera de la calle a lanzar sus primeros piropos a las chicas que pasaban, y cuando caía la noche jugaban a las escondidas entre los latones de basura y los ligustros, en la calle. Se sentaban a tomar tereré bajo la luna y las estrellas opacadas, narrando casos[1] que también se iban apagando, poco a poco.

A veces se metían a algún remanente de monte, para fumar a escondidas sus primeros cigarrillos; pero pronto los humos encontraron aquiescencia en el deambular callejero. La noche, su casa segura, su pido, su tambo…

-Algún día te voy a llevar al depósito para mostrarte el nicho de Antonio.

-¿Enserio?

-Sí.

-Qué calidad.





(Si por lo menos había otra cosa…)









[1] Caso: Relato oral.

domingo, 5 de abril de 2009

WANDERLUST. Extrañamientos: Tedio I




Por más que chupo no sale. En mis labios tengo la impresión de que la bombilla ha dejado sus huellas; limpio mi lengua con los labios de lo que supongo es yerba y vuelvo a arrugar la cara, entonces la bombilla no es más que una prolongación de mi congestionada, arrugada y estirada cara como un embudo, derramándose en la guampa de cuerno de vaca que sostengo con ambas manos, como si me dedicara a la ejecución de un instrumento primitivo, como si estuviera rezando. Pongo tal empeño, tal ahínco en la succión que siento indicios de crispación en el maxilar, y miro a papá, busco en su cara algún consuelo o alguna excusa para hablarnos, pero él permanece incólume a mis desconsuelos succionales; creo que se ha resignado al hecho de que esta bombilla ya no sirve, que está herrumbrada y desecha por el tiempo, como él, como su cuerpo, como todo a nuestro alrededor; como nosotros que ni nos miramos, que si nos hablamos lo hacemos como frente a un espejo, a nosotros mismos, observamos que el viento, que el calor, y nada…; hoy el polvo lo abraza todo, nos envuelve y acuna con arrullos de paloma vieja; y papá, meciéndose en el sillón de cables no es otra cosa que un hombre de piedra, un espantapájaros junto al que estoy sentado para fingir que no me siento tan solo.

El hielo se derrite tediosamente en la jarra de aluminio con tantos parches; la bolsita de hielo celeste es una galopera acuática extenuada que se deshace lánguidamente. Por más que muevo la yerba la bombilla no me cede frescura alguna, y el agua se va volviendo espumosa en la guampa, como si se impacientara y se inquietara también; pero quien se queja es el desvencijado taburete que me reprocha haciendo rechinar sus clavos añejos que retumban en mi espinazo adolorido. Se me antoja que los huesos de las muñecas cansadas de mi viejo también chirrían, pero él no se queja como yo. Golpeo tres veces la bombilla en la palma de la mano y soplo, pero nada, todos los orificios están taponados y de pronto me cuesta respirar; el calor es sofocante, mucho más a esta hora de la siesta cuando el sol se topa de cara conmigo a través de las ramas del viejo naranjo, entonces parecería más apropiado acercarse al mango pero no tengo ganas de salvar esa distancia ahora, que si bien es efímera, se me antoja infranqueable; quizás porque me iría solo; a papá le gusta acá.

No es sueño, es cansancio, esa enfermedad… Esa añoranza. Golpeo tres veces más y miro a través del pico: dos, tres, más patas asoman del pico. Tomo al insecto de una pata y sé que gime, sé que llora, pero yo no lo oigo, mi oído está atento a otros murmullos: los míos: estiro mi brazo para bostezar y salgo volando por los aires para caer de espaldas en el charco tornasolado por las cáscaras de mandarinas, y un silbido de viento en mi pelo.

Así es, ahora soy eso, un insecto. Damián Samsa jugando al náufrago en el agua servida, asediado por los ñetî junto a cadáveres de hormigas exploradoras, Damián Samsa en el este río miserable, arrastrado por una corriente insalvable y aterradora; un hormiga me hace señas desde una hoja verde, pero antes de que pueda gritarle ¡aydame! Un remolino la traga viva salpicando agua por todas partes como si fuera sangre, esto promueve el desconcierto de los demás náufragos, entre ellos una perdida cola de amberé que pasó eléctrica junto a mí y hasta creo que quiso agarrarme de una pata. Y se acerca mi destino y muero ahogado rumbo a quién sabe qué arroyos para viajar para siempre o para terminar desintegrado por ahí, comido por un pez o por una rana que será comida por una víbora que terminará convertida en cinto para los de gusto exótico. Como papá. Cuántas veces ligué con su cinto de piel de jarará.