sábado, 7 de marzo de 2009

Textos adolescentes





Éstos son algunos experimentos que realicé en mi adolescencia y primera juventud. ¿Qué hay por detrás? El mismo poeta desaforado, pero también ideales ideológicos y pasiones desabridas.


A.D.C.R.





1

Ella: “¡Qué te pasa!”. Gesticulando exasperadamente, su mamá: “¿Y Pedro?”. “No estoy ni ahí con él”. “¡Yo no le di permiso para que salga!”. “No me interesa, dejame en paz, por mí que se muera”. “No digas así por tu hermano”. “Yo digo lo que me da la gana”.

Escucha su música de guitarras y alaridos improbables. No escucha nada más.

Pedro, conociendo el sudor que el goce produce: conociéndola. “¿Tenés preservativo?”. “¡Kóre, no tengo!”.

Rozarse es más imperioso. Intercambio de caricias, de besos, de flujos. Roces opresivos. Travesía de virus. “¡!”






2

En Ciudad del Este, lluvia. “Tan bien estábamos, días atrás nomás. Ahora si que ni me llama”, pensás.

Angustia en el pañuelo. Pañuelo en Ciudad del Este, en el siglo XXI, para llorar maguas de un amor irregular. El techo de la parada, cobijo de tu aislamiento.

“Muy romántico, tu pañuelo”: Es él. “¿Qué hacés acá?”. “Me dijeron que acá estabas”. “No quiero hablar contigo”. “Por qué piko?”. (Querés, pero creés que si te hacés inaccesible, te va a requerir).

Sentado a tu lado. “¿Por qué le estoy tocando la mano?”, pensás. Te gusta. Se miran. Se ríen. “Jajajajjaja”. Pensás.



3

Prefiere lo melódico en la guitarra. “Yo escucho power metal”. Prefiere lo esotérico a lo incomprensible de aquellos clamores, de aquellos ronquidos estrepitosos. “Yo escucho power metal”. Lo llama evolución, progreso. Sin embargo, aquel dice que éstas son tonadas de setecientos años atrás.

“Yo escucho dead metal”. “Yo soy anarco”. Pero el otro dice que se ajusta a unos moldes. “Esto es tan cliché como aquello”. La multitud poguea. Signos corniformes en manos en alto. “Somos originales. No escuchamos lo que la masa”. Los más hablan de dogmatismo. Hablan de pancartas nihilistas de humo, fútiles.

“Punk”. “Yo también. Punk”. “¡Abajo el sistema!”. Y una se ríe porque éstos fuman cigarros multinacionales. “Abajo el sistema”, pero la municipalidad auspició este concierto.

Éste piensa que no todo es esto o aquello, que todo es lo mismo, sin embargo. “Pero qué, si este escucha música romántica”.

“Música tropical”. Un ritmo constante, reiterativo, opina uno; melodías de siempre, consabidas, aquél. “Yo soy cachaquero”. No interpreta la música, como muchos de aquellos. No le gusta el metal. A veces escucha otro rock. A veces baila música tecno. Una vez se fue a un concierto y se fumó un porro con los otros.






4

Un bostezo, una pasta macilenta, se mueve por la universidad.

Arriba, dinosaurios que pretenden apaciguarnos con sus rugidos metálicos.

Abajo, una multitud obediente, que no piensa más allá del exitismo inmediatista. Chicas que no conocen otro futuro más glorioso que el de los trajecitos de cachemir, el de los pelos teñidos de matices blondos, que el de “un lenguaje y unos modos elegantes, que un estudiante de Letras debe poseer”.

Al margen, unos cuantos, sujetos al borde del abismo, agarrándose de lo que pueden, para no caer. De ellos penden sogas, de las cuales algunos se sujetan y esperan que los carguen. (Otros los estiran testarudamente para que caigan). Ellos aborrecen la elegancia. Preguntan por sexo y por otros placeres, sin pudores religiosos o moralistas. “La religión como falsificación de la fe”, la tesis de uno; “Teología del sometimiento político”, la del otro.

Y unas señoras pintarrajeadas como payasas, parpadeando groseramente, gesticulando como locas, inventan antítesis ridículas, pero que los viejos dinosaurios cómplices aplauden, y que los alumnos también aplauden. Sin embargo, unos cuantos fingen aplaudir o se quedan de brazos cruzados; fingen estar apuntando alguna cosa pero escriben: “qué ridícula esta vieja que enseña sociología en paraguay con un modelo sociológico estadounidense; que dice que tenemos que lograr un status determinado o que tenemos que vestirnos y comportarnos de tal manera”. Algunos estómagos asimilan la información. Otros, se contuercen para contener el vómito. “Esto no es enseñanza, es enseñaje”.

“¡Callate, pues, carajo!”. Por fin se animó uno. Unas caras se ensombrecen. Dos lo reprenden. El resto aplaude, pero finge no hacer nada.



5

(Él) aplaude en el portón. Fuma su cigarrillo y palpa en el bolsillo del jeans un preservativo. Tiene una resolución tan irrebatible que ningún revés podría impedir su proyecto lascivo. (Ella) ansiosa de su llegada, practica la sorpresa que va a fingir, que a él le gusta, que a él le estimula, aun consciente de la farsa. Cruza el jardín (pasto cavajú raso, un caminero de ladrillos revocado; libustros japoneses y dos raquíticos ficus), mirando sigilosa para ver que no la ven. “Entrá rápido”. “Dale”. Le roza la mano, de propósito, con la pierna. (Ella) le toca la ancha espalda, cuando él entra a la casa. Llavea la puerta.

Sentados, no se hablan casi. (Él) saborea sus piernas desnudas y la despoja del chorcito, sólo mirándola. (Ella) finge no mirarlo, pero presiente el bulto voluptuoso bajo el jeans. “Vamos a mi pieza”. Aun temerosa de que no tome la iniciativa, enciende la luz. Antes de que ella se vuelva hacia él, él la apaga. Y por fin la despoja del chorcito. Y por fin sus manos saborean su miembro bajo el jeans. Y su cuerpo sudoroso yace exhausto sobre ella. Y ella le acaricia el pecho, enrollando sus vellos en sus dedos.

(Él) camina por la calle en dirección a su casa, o a algún bar en el camino. Se palpa los bolsillos buscando sus cigarrillos, y sus dedos reconocen un paquetito, con un anillo de látex adentro.



6

Vació el pabilo hasta del último aserrín de tabaco. Nuestros ojos brillaron cuando nos mostró la bolsita negra. Desmigajó la hierba comprimida y sonreímos para no llorar de pánico. Fue metiéndola de a poquito en el pabilo vacío. Mientras, nos hablaba de una rana chaqueña cuyas secreciones glandulares, al ingerirlas en infusión, hacían que todo el entorno se volviera verde fosforescente. Pedro y yo llorábamos, pero falsificábamos el llanto, mostrando los dientes, pestañeando cuando podíamos.

Así se fuma. Pedro primero, después yo. Y la decepción: inevitable. No siento nada. Me pica la garganta. Empecé a toser como energúmeno y a lagrimear…

Quince minutos después, no sabía si me sentía mal por haber tosido demasiado o por el efecto de la hierba –daba lo mismo-. Y cuando subimos al ómnibus para volver a casa, tuve la original sensación de haberme tragado una rana chaqueña.



7

A mil, la banana. Banana a mil. A mil, la banana. Banana a mil.

Siento una angustia demasiado pesada que mis tripas consumidas no soportan. El sol se filtra por los cristales del colectivo y se proyecta en mis pupilas. Cierro los ojos para que el sol no me encuentre, acaso para no ver luego.

El colectivo está lleno: algunas personas sacan hasta medio cuerpo por las ventanas para dar respiro a sus sofocadas dermis. Una señora patalea desesperada con las piernas atravesadas en la ventana del colectivo porque le van a ver la media fina rota, pero siente tanto calor que se tapa un poquito para disfrutar el fresco de afuera.

El chofer lleva unos lentes de sol ―seguramente comprados de las mesitas―, y la camisa abierta descubre el vello en su gordo y flácido torso. Un calor color de azufre, casi olor de azufre. Y la cumbia que se volvió un eco progresivo y cíclico en mi audición insensible ―como un espejismo estéreo.

Hay una señora con los brazos tan flacos como mis pulgares. Lleva un atado de ropas usadas, seguramente para revenderlas.

En el fondo cuadros muy vistosos. Casi violetas, casi verdes. ¿A qué sabrán esos tintes?

Intuyo que va a subir un nene a cantarle al cristo. “Qué puta-na al cristo, al billete katú”.

Siento una angustia demasiado pesada que mis tripas consumidas no soportan.

El chofer no reconoció los boletos estudiantiles de las dos nenas, que entre sonrisas y sonrojos pasaron por debajo del molinete. Recordé que en mis tiempos de colegio había trabajado por la obtención del boleto estudiantil. Qué les habrá pasado a mis compañeros de lucha. Qué ha pasado con las pancartas y murales que pintábamos que no las vemos repetidas en las calles. Qué dormidos están los chicos, ¿o es que todo está demasiado bien? ¿Cómo empezaba aquella canción?

A mil, la banana. Banana a mil.



8

El nene salió a pasear en su bicicleta. En el barrio hay muchos árboles. Hay un parque boscoso más adelante. Los perros y gatos y señoras con sus carritos de bebés pasean por la vereda medio desolada, medio llena de vida, a las dos de la tarde. La nena está jugando a la muñeca en el jardín. Mucha gente duerme durante la siesta. Él preguntó si ella quería explorar el bosque con él. Ella le dijo que por qué no jugaban a la casita. Él le respondió que su papá le dijo que eso era cosa de nenas. Ella, que su mamá le dice que no se junte con los nenes. Y cómo vamos a jugar a la casita entonces?, preguntó él. Pero mi mamá está durmiendo, profirió ella. Y por qué no nos vamos al parque entonces. Ella dudó. Pero él insistió como sabría hacerlo tiempo después. Ella aceptó como creía que debía hacerlo: resistiendo un poco para que fuese más divertido. Y en el parque él se subía a los árboles y le tiraba huevos de pajaritos. Ella se pichaba y le sacaba la lengua. Él se burlaba de su vestido y de sus coletas. Ella lo odiaba pero lo envidiaba a la vez. Él se divertía mucho con ella.



9

El viejo se sentó en la hamaca frente a su casa. (Mustio el rosal que, acurrucado, se perpetúa en la sombra). Se balanceó unas veces antes de empezar a cruzar los quicios de la memoria. Transfigurado, se vio jugando al trompo. (Dedos arremolinados que sonríen arco iris en la inocencia). Recordó a su madre, propiciándole unas palmadas por haberse robado las mandarinas del vecino; rió por la nariz y el lomo membrudo se agitó de regocijo. Recordó a su vieja décadas después, cargada como a una niña en una sola mano, con las manos acariciándole el mentón, como él lo hiciera con ella cuando lo cargaba en el dedo índice. (Árboles desfigurados bailando las melodías con sus tarugas raíces). Su viejo se ve borroso acercándose al rancho con su hacha. Una vez le había llevado a cazar palomas y le dio un túke por trampero inepto. Una vez recordó que no recordaba a su padre sino con el rostro de su padrastro afectuoso. (Transfusión de espuma ancestral por la boca de los gemelos nonatos).



10

El cinco de diciembre doce pedales giraban en pesadas revoluciones hacia Caacupé. Seis bicicletas eran conducidas por seis ciclistas aficionados. El cinco de diciembre Miguel y Fernandito lloraron hasta secar sus cuerpos por la negación del permiso. Miguel y Fernandito tenían siete y cinco años respectivamente.

Cerca del ocho de diciembre miles de almas peregrinan para pagar promesas a la Virgencita de los Milagros. Miles de pies ulcerados por los championes y las zapatillas, por el asfalto incandescente, por el peso de los cuerpos. Pablito murió de sed en una peregrinación primitiva con su madre. Pablito es santo, proclama la romería.

Miguel y Fernandito confabulaban. Miguel y Fernandito resolvían: Fernandito iría en el cañito. Las ruedas giraban en pesadas revoluciones.

La mamá dormía un medio sueño de preocupación por el hijo mayor que tampoco tenía permiso, pero cómo contenerlo. Dormía de rabia para no pegar a Miguel y Fernandito por querer imitarlo. Ellos se habían desvelado con él tantas noches en el fondo en algún asadito sabatino, habían tomado sus cervezas y habían fumado sus cigarrillos, habían jugado sus partidos de fútbol de domingo y habían chiflado a las chicas que pasaban en polleras cortas o vaqueros ajustados. Por qué no podían ir a Caacupé en bicicleta.

La indagación resonaba en sus intelectos mientras las lágrimas de inconformidad mojaban sus mejillas y el moco se escurría hasta sus labios. “Jaha katu”. Y no pensaron que podría faltarles agua o algún gorrito para protegerse del sol. Miguel llevaba puestas unas zapatillas que se abrazaban molestosamente a los pedales. Fernandito estaba tan apurado a la hora de partir que ni siquiera le preocupó que sus pies estuviesen descalzos.

“Jahupytýtama chupekuérape”. La mujer todavía dormía su medio sueño, tan pesado como estar despierta dejando que el rojo le reventara la garganta en el portón, como girar en el sentido del reloj hasta que se le rompieran los huesos de vieja.

Fue difícil identificar quién era quien, pero las zapatillas de Miguel eran negras y las de Fernandito azules. Una rueda fugitiva seguía sus revoluciones rumbo a Caacupé. El medio sueño pesado de María no la dejaba llorar.




No hay comentarios: