miércoles, 25 de noviembre de 2009

CANCHA CHICA


—Segúnda divisiónpeko travéstinte la oikóva penderapykuéri, chera’ykuéra. Priméra divisiónpe pejupi ha pehecháta umi modelokuéra oñorairõmbá penderehe.



Furrufufrufruííí.

Figurita del saltarín rojo pequeñamente reliquia envejecida por la humedad, te cambio por tres que tengo, te cambio por el Peque, por Chila, por el Loco González… No… ése doble ya tengo. ¡Cuál entonces! ¡Furrufufrufruííí! Comprame un helado o qué. ¿Y la figurita? Éste es de mi papá, si te cambio voy a ligar. Te cambio por tres y mi kichute entonces.

¡Furrufufrufruííí!

Helado de nata que finge ser babosa en la mano y suda hasta dejarla toda babeada, mi remera de la albirroja, mi autógrafo del Pepe; poco a poco a la admiración se le sobrepone el rencor.



Se remangó el chorcito blanco. Se agachó para atarse los botines. Se estiraba las medias. El pedazo de cuarto, la porción de torso que la remera que flamea dejó ver cuando estaba así, inclinado. “El estómago quiere ponérseme del revés y abro la boca como si fuera posible, como si fuera a vomitar un repollo, y la cara se me pone roja, pero hace calor, nada me delata”, revive ella con el álbum de los tiempos del colegio en su regazo, con la foto del campeón que reapareció oculta detrás de una foto de curso como cucaracha esquiva. Y así, el episodio se reitera: En oleaje; una lancha pasa raudamente y las orillas se estremecen; los suspiros en fuga son el recurso sonoro más apropiado.

El mejor futbolista del colegio y las anécdotas inventadas para mojarse precisamente. (Él se mueve mejor que yo, es más rápido, mete más goles también; pero para compensar yo soy más úcho, más picholo, tengo más pendejas en mi haber; no es mi único vicio, pero es mi predilecto.)

El filo doble de una mojigatería, la impresión de una violación con consentimiento, de un simulacro de violación en perfecto videíto para deleite de los perros e injuria de la que tres años más tarde ya tiene dos tapas y un novio corredor de rally; las explicaciones, las correspondientes excusas y un encuentro imprevisto: Es inevitable morderse el labio inferior, apretar los labios…

“Para más, si sos calidad con él, él te va a comprarte para tu champión umía kuéra”. Aricio y Adriano habían probado la misma suerte hacía una década, pero las mujeres y el alcohol les negaron las estrellas. “Te digo que te voy a pagar cien mil, y yo lo que cobro ya es aparte”. Así, en el barrio había quienes habían llegado hasta el Brasil, la Argentina, los Emiratos Árabes, y regresaron, como Adriano, como indefectiblemente Aricio, para quedarse. “Ya sé que vos lo que le vas a comer, che papá, pero yo ningo lo que te hice el contacto”. Una frutita jugosa, apenas madurita.

Socios desde la escuela de fútbol, la convocatoria estaba antes y después de la amistad; nuestros teléfonos esperaban, la espera de dos mita’i ansiosos, la confirmación para romper ese hilo que nos tenía colgando de las puntas.

—Nandempresárioiramo ijetu’u la reike haguã, che kapelu. Ndaha’éingo la ndajeroviáia nderehe, sino que reikuaaporã haguãnteko.

—…

Nde, amoitéa nde’use he’i.

Tresiénto mil ere chupe.

Oĩma picho de oro.



(El caballo del mariscal avanza con trancos torpes. Ambos están cansados. El mariscal siente que se va a dormir, y acaso ya está dormido cuando un escuálido hilo de baba transparente surca su barba tupida. Mira atrás, y su tropa da lástima, pero infunde aliento. Entonces, infla su menudo pecho y el bramido retumba helando espinas. Fin del spot.)



La audición tiene fecha y hora. Chupar, coger, apostar son sus formas de evadir la ansiedad; un ritual al que se ha habituado por el placer revestido de necesidad; el hábito revestido de razonada opción. En vez de la acostumbrada concentración, celebrar se hace entonces… necesario: Birra; dos nomás, no hay que exagerar.

La cantinera le ha dicho algo al oído y él se apretó el paquete, “qué pesado”, para incitar a la violencia. “Allá está mi amiga también”.

El otro ya se quiere ir, pero él lo retiene (la cerveza dibuja cualquier cosa en el fondo del vaso con su espuma blanca que se deshace.) Mira el vaso, mira a su amigo, sonríe y le hace una señal a la chica que obedece como una pollita regocijada y trae otra cerveza. Se tiene que ir. ¡Qué pila’i! Un rato nomás ya.

Ellas los acompañan, y mientras él busca su teléfono, la amiguita le aprieta una nalga y le huele el cuello. Dando tumbos, me tengo que ir, chera’a. ¡Maricón! Otro poco, señala hacer acrobacia con la pelvis en tanto que el sol se rasga por las comisuras.

Damián Cabrera

Minga Guazú, noviembre de 2009