Fiebre
del Este
El cuello de la serpiente
acéfala se bifurcó. Son dos más los cuellos que nos conducen a las
multiplicaciones.
Los cuellos siameses se
bifurcan. ¿Quién promueve estos brotes?
Ahora las serpientes-bebé
ahogan sus terminaciones faltas de cabezas en los saltos de agua; atraviesan
todo y se conducen por todo tramo que las lleve al agua y a las
proliferaciones.
¡Han muerto las
lombrices-camino! Murallas potentes y otras edificaciones vedaron su tránsito.
¡Pucha! Qué cruel que es este lugar.
Hay
un no sé qué, que entre dientes, sugiere conspiración contra las usurpaciones.
Cómo se oyen los quejidos de la palabra.
Alguien estrangula al
reptil –alguien que espera junto a sus patrones rectilíneos-. Alguien que
enciende aros malolientes promueve un ballet de garrotes erectos.
¿A quién cabe criticar esta muerte?
Mi abuelo me dijo, en sueños, que el mbói-hũ
acéfalo no morirá.
Me dijo que sus cabezas impalpables son invulnerables.
Me dijo que repartiendo porfavores, porsupuestos, gracias
y de-nadas se preserva su existencia: Se promueven las generaciones.
Y el derecho a sus favores nos es
cobrado.
Mi abuelo me dijo, antes de ahogarse en su sangre, que nosotros
somos sus piojos; ella nos conduce. Y nosotros extendemos el espanto sobre lo
que antes se llamaba monte.
Fumo
Vino a visitarme. Estamos
sentados en el balcón, en sillones de plástico, tejiendo palabras insulsas para
gastar tiempo, mientras el coraje mío emerge. Éste es otro de nuestros tantos
encuentros impulsados por la necesidad de saciar ansias y vicios. Ansias y
vicios que ocultamos por temor a incidentes de tipo… “expresivo” que
pueden llevarnos a suplicios inconmensurables, a luchas cruentas entre los
impulsos y el refrenamiento.
El
balcón da justo a la calle, parece estar levemente inclinado hacia ella, y la
barandilla de pino que lo rodea, hace décadas, chirría cada tanto con los
suaves empujes del viento. Las calles asfaltadas son ríos negros que contornan
las islas de mala sangre.
Al principio, nos costó
creer que nos habíamos vuelto adictos. Mal sabíamos nosotros que estábamos
predispuestos a ello, sino condicionados. Los genes, dicen, juegan un papel
importante en la determinación de algunos hábitos de los seres humanos.
Después, claro, están los condicionamientos ambientales. ¡Pucha, que no todo es
magia!
Me mira. Le miro. En silencio bilateral hilvanamos el acto. Nuestros ojos
lo han dicho todo y la impaciencia se proyecta en ambos.
―¿Vos
trajiste el fuego?
―Sí, traje.
Principiantes
en el acto, nos movimos instintivamente el uno hacia el otro para probar los
humos en la penumbra, en la soledad dual. Velado el acto por ramajes y arbustos
húmedos, por la tienda de campaña en el jardín, por sábanas.
El tereré ayuda a soportar
los minutos u horas precedentes al fumo. Aún en la noche, el agua fresca es bienvenida,
y los sorbos en la bombilla semejan las succiones que anhelamos.
―¿Dónde
está tu mamá?
―Ya está durmiendo ya. Vamos al
fondo.
―No, esperá. Esperá nomás un rato
más.
Cruza
los brazos en rúbrica de falta de respuesta. En su inapreciable… “balanza
moral”, juzga las consecuencias. Ya los muchachos conjeturaban la razón de
nuestros encuentros furtivos.
―¿Vos
fumás con Miguel? ¡Nde…!
―No, ¡mbóchi! Yo no hago esas cosas,
hermano.
―Ya te pillamos todo ya.
―¡Qué pucha! Macanada lo que decís,
chera’a.
Recela un poco. Él teme más que yo ser
descubierto. Aún le importa su nombre, ante la gente, con las chicas... Yo sin
embargo sugiero hacer manifiestos nuestros gustos, nuestros deseos: exponer
nuestras pasiones, exponernos. Pero todo es tan condicionante; hormas que
impiden la multitud de formas. Aunque entre nosotros no hay temor a
filtraciones. Ya de antes, el pacto: “Éste va a ser nuestro secreto. Somos socios”. Y siempre fumamos.
Yerra entre ideas improbables, y los temores se le pintan en tierna
expresión. Pero, de pronto, los impulsos rigen sobre él una fuerza tal que se
desabrocha algunos botones de la camisa, abre la cajetilla atropelladamente y
con un gesto me invita a fumar. Es noche, por tanto las sombras podrían
encubrirnos; aún así, el temor a ser sorprendidos persiste.
Toma el cigarrillo delicadamente; lo
enciende; exhala el humo que nos reunía, fundido en su gemido de placer y me lo
pasa ―bajo la jarra de vidrio en el suelo cerca de la puerta―; fumo casi
maquinalmente, expeliendo el hálito nebuloso con agitado respirar.
Pronto estamos envueltos en la bruma cálida y voluminosa, que es abrazo y
acaso piel y besos. Agitados y confundidos en el humo epicúreo, flotamos,
inconscientes de dónde nos encontramos.
De
pronto la figura incongruente de mi madre nos sorprende con su cara de horror.
Los ojos le saltan y el ceño se le frunce dándole una expresión deforme,
coronada por la boca crispada. No se me ocurre nada, ninguna ruta de escape
está abierta.
―Estamos
fumando nomás, mami.
Pero no
se me antoja apagar el cigarrillo, ni por “respeto”. La mujer en camisón
comienza a dar vueltas por el breve espacio, a lo largo de la baranda,
tapándose los oídos como aturdida por un ruido irritante. En un descuido
tropieza con la jarra de tereré y choca contra la podrida barandilla de pino
que se rompe, dejándole caer sobre el asfalto perenne.
Tiene en el rostro la misma expresión de pánico que ahora
remedamos. Pronto la sangre se escurre calles abajo, tocando cada puerta,
llegando a todo oído, diluida en el lenguaje.
Cliché
El
maniquí se ve en su forma esbelta y pálica en la oscuridad del depósito
polvoriento. Durante meses, es el modelo que viste las prendas de estación
-primavera, verano, otroño, invierno-, y ojos a reventar de aturdimiento le
lanzan miradas envidiosas. Prendas costosas, figura esbelta, siempre en poses
sugestivas y extremadamente arrogantes. Sin embargo, en esta oscuridad
enclaustrada, pero no absoluta ―así, despojado de
atavíos y poses extravagantes―, luce macabro.
Está totalmente armado, a
diferencia de sus pares, cuyas extremidades yacen esparcidas ―roedores gigantes
se llevaron bocados de dedos y narices de yeso―.
Nadie
toca a este maniquí en estas temporadas entre temporadas. Suele encontrarse en
exposición en los lugares más destacados de la tienda, con iluminación perfecta
y con las bisuterías más brillantes. Pero acá, en la existencia impávida,
oscura y oculta, las ratas no lo tocan por el fuerte olor a desinfectante e
insecticidas que le fueron aplicados durante el año. El maniquí vive una
soledad impensada.
Y quizás en unas semanas, cuando Alberto venga a
limpiar el depósito, y trate de cargarlo para cambiarlo de lugar, él lo deje
caer fortuitamente, o casi fortuitamente. Quizás se esparza en pedazos por el
suelo mojado y lodoso, que sus pies siempre calzados con elegancia no
pisaron, y sea tirado a la bolsa negra, mezclado con las demás basuras
vulgares.
PERSONALIDAD
Ante su
tedio compartido, dejarse ir en simulacros a pesar del fastidio; recién habrían
juzgado que los juegos de presentación eran interesantes: Ahora no les llamaban
la atención en absoluto. Dejarse llevar a pesar... ¡Que los que tienen zapatos
del mismo color se presenten! Ellos han prescindido de las corbatas y los
calzados esplendentes para el memorable primer día, puesto que los informales y
despreocupados championes. Pedro soy: El borde de su camisa amarillenta
asoma fuera del pantalón vaquero. Marcos: En tanto que la cabeza de él es un
ovillo cubierto de gel que el ventilador deshace.
Si qué
clase de música les gusta. (Treinta y cinco años de pollera liza azul marino y
saco desteñido y camisa, no muy sana maestra; sí muy pelo pintarrajea amoníaca
a la que el negro se rebela, y el ceniza, y vello facial también teñido).
Primero que nadie, aquellas chicas con sus sonrisas espasmódicas que
preguntaron-respondieron con avidez; mientras otros, y Pedro y Marcos, ni tanto
se apuraron. ¡Dale! Coincidencias con que sostener la charla aunque fuera para
hacer hora. Que esto y lo otro, de todo un poco: Rock; y algunas omisiones de
Pedro al que le gustaba el rock, seguro, aunque algunas omisiones.
Recreo:
En el pasillo, conversaciones sigilosas opacadas por el bullicio de escuela,
alborotada cantina, y comentarios y júbilo de aquellas chicas.
Abrazar
el torzo con un brazo
tocar
los labios con la otra mano,
remedando
un escorpión
porque
la duda.
Adentro:
Lo que es envidiar al gemelo bueno.
Afuera:
Lo que es hacerse pasar por él frente al espejo.
Anteanoche,
cultivar
tu imagen
en
tu entorno satisfecho;
después,
ir
tras las pieles:
pelecho
apelechado
výro
chúko
ponerte
el forro para que después te avergüences de ello.
|
Hacía
seis meses que Pedro no se cortaba el pelo y cada vez que la directora le
increpaba su “rebeldía” él inventaba alguna excusa; había logrado que
renunciaran a enderezarlo, y ahora, sin torcerse tanto, casi se quebraba.
“Ha
upéi, Pedro”, saludó el compinche de farras de barrio, vóllivol y piãdas
esporádicas. Y el desganado ha upéi de Pedro. “¿Qué pio te pasa,
Pedro, chera'a? Ndepila'i pio?”. Éste le invitó con un cigarrillo
y, cuando Pedro estaba a punto de encenderlo, Marcos a las doce en punto. “Nde,
hablamos más tarde, chera'a”, cualquier cosa para que el kape de
barrio se alejara lo antes posible, para que Marcos no lo viera con él.
“Tranquilo nomá, chera'a. Está bien nomá, nde tembo”.
“Si te
pilla el encargado de disciplina te van a echar”. Ni ahí. Aunque sonrojado,
indiferente. Indiferente = más cautivador; tan y qué que tampoco te
quieran; sin negar que sonrojado y avergonzado, pero antes fingir que la apatía
y el ni ahí; que no te ganen por inseguro, pensás. Que Marcos piense que
sos un capo, el picholo, suponés, va a estar bien.
A la semana, tan gemelos que la identidad,
aunque quizás no demasiado.
Durante los recesos, caminaban por los
pasillos, envueltos por completo en una imaginaria luminosidad esferoidal; para
sus ojos, ellos se movían tan lentamente, intuían las miradas clavadas sobre
ellos ―como flechas floridas en su ego―; una tenue brisa que apartaba los
mechoncitos de pelo de su rostro. Afilando cigarrillos, hacia un costado de las
clases; fumar velados por el cantinero.
Fumaban y expelían el humo cerrando los ojos
y besando el vacío con los labios acapullados. Tan
seguros de que así había que estar, de que no los había tocado ningún dedo
podrido. Alguien se habría burlado; algún murmullo como cosquilla que hacía
reír, un prejuicio.
―Pobrecitos, ¿verdad,
Marcos?
―Sí,
vo...
Alguien puso música en los
pasillos. En su náusea, Marcos presintió ya lo
presumible. Algunos empezaron a bailar. Pedro, echando los últimos
humos, aún con el pitillo en la mano, completamente distraído, marcaba el
compás de la canción con un pie. Marcos, que estaba sentado, se percató de sus
movimientos y se puso a contemplarlo con el rabillo del ojo. Era un movimiento
orgánico. Se levantó bruscamente, boquiabierto y alborotado e intervino con una
interjección, casi un grito:
―¡Ep!
Una de
las chicas se meneaba tropical, con los ojos cerrados y los brazos flexionados
–también zarandeantes–, a un ritmo quebrado y pegajoso. Una sonrisa le voló
carcajada,
como paloma incógnita
por los pasillos tarde.
MARCHITOS
El matungo distribuye las barajas al
estilo pruebera, mientras la ceniza se desprende del pabilo que tambalea
en un canto de su boca torcida. Manos van y vienen sobre la toalla verde, donde
los porotos saltan, se agrupan y reagrupan, donde una uña había tallado su
marca casi imperceptible en una carta. Bajo la envejecida luz amarilla de
foco, los muchachos toman, sufrida pero presumidamente, su primer güisqui,
sustraído de alguno de sus viejos, y un afán de grosería calcado de quién sabe
quién.
El
futbolero ha marcado dos goles esta fecha. Sentado en un sillón caaguazú,
reposa, más contento que satisfecho, y el sudor de las piernas se resfría. Se pone un pulover sobre la remera de su
equipo y, cuando saca la cabeza, el pelo húmedo respinga algunas gotas sobre su
adolescencia imberbe, y el rubor de cansancio. Se baja las medias blancas,
sucias de tierra, hasta los tobillos, y se rasca las canillas y pantorrillas
entumecidas. Se cruza de brazos. Frunce el ceño, apenas, cuando sorbe la
cerveza tibia y el humo de cigarrillo le da una patada en el olfato.
-Tu
hermana es una flor...
Rojo
de pichado, uno de los muchachos da con el mazo contra la mesa y los naipes se
levantan salpicados; agua a la que se le arroja un guijarro. Con la intención
de calmar los ánimos de la jauría se pone música, y alguno ha de estar bailado
detrás de sus párpados con los etéreos flashes ralentizadores y las luces
verdes y violeta; no hay luces y la radiecita chirría, pero hay que moverse
para desprenderse de lo aburrido de la velada, lo aburrida que es la película
que han visto; en fin, el hastío.
Se
ha celebrado con aplauso las proezas chuleadoras del nuevo héroe barrial; se le
ha hecho notar lo bien que ha jugado el último partido del torneo de la liga,
siempre al revés, moöpio nde pila'i; pero él se sumerge en esa pileta y
nada, bucea por entre balones de fútbol hasta las graderías rivales para
dedicarle el gol a alguna pendejita irresistible. Aunque él ha de convenir en
que la pendeja no le va a dar pelota ni nunca. Pero le agrada irse en esas
cuestiones, e ido se lo pasa, reunido con los perros o en la soledad,
deshojándose por ella. Pone los pies sobre la mesa y se mira los botines con
los que ha estado desde la tarde, cuando el partido, y traza mapas con los que
habrá de anotar cientos...
El
matungo está más aburrido que cualquiera. Nadie contesta su propuesta; alguien
pide otro cigarrillo, alguien pretende abrir otra botella de vino y finge no
encontrar el descorchador. En su intención, seguro, hay algo de expiación. Las
piernas descomunales son dos vigas fuertemente ancladas, y su vozarrón se
impone. Sorbe el último trago de cerveza y mira al mimado deportista por el
rabillo del ojo; se diría que sonríe.
Otro
ha querido opinar, ha querido preguntar, que qué tan bien está esto o aquello,
pero el matungo le ha parado el carro, le ha dicho que no, eñekalma!, ha
desbaratado toda posibilidad de disuasión e insiste en lo de la orgía en el
prostíbulo.
Entonces,
el futbolero sólo sonríe, pero por dentro es la molesta contorsión de
intestinos. Se sirve más güisqui y más. Alguno pensaría que correspodería que
estuviese contento, ya que, de entre la perrada, es el único virgen.
-¡Listo!
-dice el matungo.
Y
se van caminando. El futbolero piensa en decir que no tiene ganas, que está
cansado por el partido, hasta podría decir que se quedará tomando una cerveza
mientras espera a que terminen de divertirse. Pero acaso ahí está la trampita:
El matungo ha decidido que la hombría del crack debe ser puesta a prueba.
Una
vez llegados, entran por una pequeña puerta -un tanto vacilantes, salvo el
matungo-, y son encaminados por el portero hacia el salón por un largo pasillo;
como reses al matadero pensaría el futbolero.
Adentro,
luces y música. Y las chicas no tardan en arrimárseles. El matungo pesca en
busca de las chicas que compartirán. Las caras de las muchachas no son de mucho
entusiasmo, pero una se muestra interesada por el muchacho de botines y
labios rosados. Ríen, beben y fuman, pero para él las cosas van de mal en peor.
Todas esas mujeres se le antojan horribles; mujeres arácnidas y ponzoñosas;
labios y pechos, y vulvas conspirando contra él.
Son
conducidos por otro pasillo estrecho hasta una habitación, no sin antes abonar
lo correspondiente. Ahí, los gaceles se desnudan y se dejan acariciar por las
chicas a las que también acarician. Pero para el futbolero todo aquello era
nauseabundo. Y tres gemidos tiernos, verdes, y tres gemidos porno que no
engañan a nadie; cómo si tras tantos gemidos consecutivos la intensidad fuera a
ablandarse.
Una
mano en la testa y el corazón asfixiándole. Tres mujeres arácnidas en
cuclillas, con las piernas como tijeras o besando el suelo cuando tres
abdómenes contraídos que apenas crían plumas; y el abdomen de él, tenso y
constipado.
Efusión biológica. Ritmos dispares y polifonía orgánica.
El sexo como fin.
El sexo como medio.
Dualidad
de impresiones: estremecimientos de desgaste
y
fricción gemidora
―goce―.
―Tu turno, chera'a― dicen
sus compañeros.
―No, no puedo... todavía―
responde, agitado y, por qué no, asustado. Está sudando tanto como hasta hace
un rato, pero la transpiración le hiela el pecho. Pero, a pesar de ello, hace
un esfuerzo por concentrarse; sin embargo, las pulsiones que se aventuran a
emerger se contraen y se retraen ante cualquier interjección incongruente de
los perros.
―Dale, ch'amigo, te toca.
¡Apurate!
Y los muchachos ríen con
compasión.
―¿Qué pasa? ¿No sos
hombre?― dice el matungo con una mueca de satisfacción mientras monta a una de
las putas. Y eso no lo ayuda precisamente.
―Dale, mi bebé ―interviene
otra, y en la mente del futbolero, la inevitable imagen de su madre.
El aire se acaba para él.
Aumento
de las distancias.
Ciclópeos
íconos mecánicos alejándose.
Oscurecimiento
del lenguaje.
Doblegue
y sumisión ante la carcajada.
Acaso
victoria.
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