martes, 4 de noviembre de 2008

LUISÓN

―¡Yo le vi! ¡Yo le vi!

            Los menudos pies descalzos se atropellan para salir primero del gran baldío, para llegar primero a casa.

            ―¡Yo le vi más primero! ―dice uno eufórico, con los ojos arregazados de miedo…

            ―¡Macanada lo que decís…! ¡A mí me aulló más antes…!

            ―El Luisón no aúlla, nde tavýcho… Medio llora nomás, o sino katu medio canta, así, mirá… ¡Ay, ay, úy, úy…!

            Los pies corren destempladamente el tape po’i a cuyas dos orillas se levantan dos crujientes murallas de grises chircas, cerrándose como un crujiente techo sobre sus cabezas; chircas firmes y oscuras que se paran como centinelas del campo en la noche. El plás-plás de pies despierta a un dormido ynambu-guasu cuyo aleteo arranca algunos gritos a los mita’i que, aun conociendo bien el revoloteo detrás de ellos, se aúllan los unos a los otros que “es el Luisón”, que se ha convertido en hombre-pájaro, “cháke ñandejagarráta!”.

            Salen a la calle y, saltando un alambrado, cruzando un patio ajeno, salen a otra calle en medio de la cual se levanta incongruente un enorme mango; se detienen para respirar debajo de su sombra nocturna, y no pierden la oportunidad de arrancar algunos frutos verdes, para protección. Tiemblan y respiran, y el miedo, la emoción, les infla de regocijo.

            ―¿Escucharon? ―pregunta uno casi a los gritos. ―¡Cháke, ahí viene!   ―y sobre un raquítico perro negro de facciones criminales llueven los mangos verdes. ―¡Néipy, Luisón! ¡Fuera-ke! ―y juntando los labios le lanzan espantosos besos repelentes, más dolorosos que clavos en la audición canina...

 

 

Luisón,

convertido en ynambu-guasu,

vuelto perro asesino,

espantado a mangazos hacia el chircal.

 

 

            Antonio corre el cerrojo del portoncito de madera con todo cuidado para que en su casa no se despierten con los herrumbrados chirridos. Entra a su pieza por la ventana, enciende la linterna para mirarse en el espejo. Esta noche el cielo sonríe en su solo diente de luna llena. Antonio se desviste, sonríe para sí mismo en el espejo, y se acuesta sonriendo en la cama, sacándose la tierra de cementerio de las uñas con las uñas, que son como diez pequeñas sonrisas dactilares.

            Sonriendo lo encuentra su mamá en la mañana, con las sábanas ensuciadas de tierra negra.

            ―¡Qué piko te pasó en tu lomo, che memby? ―inquiere temblorosa ña Pastorina. ―¿Quién piko te pegaron?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

            DURANTE sus primeros años, su madre y sus hermanas le habían tributado a Antonio los más altos honores de los que por aquellos tiempos era digno un pequeño macho. A Antonio, como es de esperar después de tantas atenciones, le floreció la vanidad… y cumplidos los quince años estaba más que probado que no serviría para las faenas de esa campaña suburbana. Las mayoras, junto con Ceferino, un criadito que por el derecho a una litera y a un plato en la mesa se veía obligado a realizar todo tipo de labores, ponían en la mesa.

 

 

Antonio,

sola espina de seis hermanas hembras.

Las seis rosas de ña Pastorina

¡para que las robe un jardinero!

El varón,

redención de su maternidad solitaria.

 

 

            Si bien eran en cierta forma amigos, Ceferino creció junto a Antonio con una envidia como de hijo bastardo. Todo el día era “Ceferino, hacé esto… Ceferino, hacé aquello”, mientras el patroncito se regodeaba con la sola sonrisa de siempre… Fue Ceferino quien, movido por un sutil deseo de venganza, le señaló a ña Pastorina ciertas particularidades de su hijo, que por la convivencia diaria pudieron haber pasado desapercibidas, o por quién sabe qué cosas…

            ―Siete ramo kuri la ne membykuña, la ségtima bruja-ta kuri… Kuimba’e memérô katu la nememby ndaje el ségtimo Luisô… Pero nde membykuimba’e ndesalva, ña Pastorina, porque o sino…

            Y a ña Pastorina se le revolvió la yerba en el estómago, y se le revolvieron las “malas ideas” en la cabeza; y después de corroborar por quién sabe qué medios ciertos hábitos perreros de su criadito, lo echó de la casa con la ropa que traía encima: Como había entrado.

 

 

Noche de mate cíclico.

Ceferino que sorbe con pasión,

que potencia sus energías para rebelarse;

que se rebela contra la fuerza de una prescripción

que atenta contra su especie…

Rebeldía la de él que, sin embargo,

no sabe de furias contra furias suyas interiores;

furias consigo mismo que desata contra Antonio

en la forma de una devoción singular…

Ceferino y Antonio, compinches de la noche,

rebeldes satánicos…

 

 

 

 

 

 

 

            La perspicaz vecina, que con astucia y olfato zorrino persigue el chisme, su presa nutritiva, como redentor de su vida mediocre, se da inquisidora cita en casa de ña Pastorina, para fisgonear, para pagar sus penitencias con sufrimiento ajeno. Fingiendo malestar aplaude en el portón y pide un poco de agua.

            ―Mba’éichapa, doña… Ndaikuaái mba’épa la ojehúva chéve… Che akâjere lénto... ―y antes de terminar de tomarse el agua aprovecha para preguntar por Antonio… “upe nememby karia’y porâite…”.

            Y ña Pastorina, a la que se le notan los quebrantos en la cara, se vale de tan oportuno examen para desahogarse al mejor estilo de víctima:

            ―Áina… Che preocupa katu hína la che memby… Amalisia pyhare oñembuepoti…

            ―¡Es posible! ―apretados los ojos oblicuos, y con sutileza-. Ilómope pio?

            Ña Pastorina asintiendo extrañada, y la vecina santiguándose, despidiéndose con una cara de Póra satisfecho.

 

 

 

 

 

            La noche sonríe plena, y los perros compiten en la distancia por rendirle las más agudas serenatas a esa sonrisa embriagadora. Antonio, recostado contra la gran planta de mango, esperando la hora de regodearse en medio de tanta muerte que prefiere pensar como el Paraíso. Cruza el patio ajeno con lentitud, esperando que una horda de linternas y machetes se aleje… Se toca la cabeza riéndose, salta el alambrado y sale a la otra calle. Transita con cierta complacencia el chircal, con una mano en el bolsillo y con un cigarrillo en la otra, riéndose en sus adentros del caso ése del Luisón, que hasta reunión nocturna de iglesia promueve…

            Entra al cementerio que tanto ama y –no hay cómo negar que hay algo de perruno en su figura- se desliza en cuatro patas hacia su panteón querido, se quita los zapatos y se desabrocha uno o dos botones, para tenderse junto al cuerpo del sepulturero que duerme semidifunto: Ceferino.

            ―¡Guá!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

            CEFERINO no tuvo que buscar mucho… La noche en que lo despidieron se refugió en el cementerio, y en el cementerio le dieron un colchón y una pala, y cinco mil’i, diez mil’i a cambio de unas paladas… Ceferino era un misterio difícil de escrutar. Jamás volvió a salir del cementerio, al menos en forma humana…

            Aparecieron las primeras señales de una aparición maldita. Panteones removidos, por todos lados, ¡maldito castigo! Los ancestros de las beatas, ¡con sus huesos saludando a la luna! Los de ña Pastorina, esparcidos de noche por el Luisón, recogidos por Ceferino de día.

 

 

 

Rebelde de los oscuros conjuros.

Rebeldía de signos ignotos.

¿Se entiende lo que reclama?

¿Se entiende cómo lo hace?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

            Las palmas en el portón despiertan a ña Pastorina de su sueño.

            ―¿Quién son? ―pregunta con miedo.

            ―¡Luisón! ―la respuesta del coro es rematada con una tremebunda carcajada.

            Se viste  como puede y se calza las zapatillas. Enciende la luz de la sala y antes de abrir la puerta intuye la razón de la visita.

            ―Rehecháma pio la jasy, ña Pastorina?

            ―Pemongaraíma la pe ne-bála? ―atina a preguntar, y al recibir afirmación agrega ―La madre ko siempre oikuaa… La madre-ko siempre sabe…

 

 

 

 

            Ceferino responde con un suave gemido que Antonio interpreta como deseo de dormir un poco más. No le importa demasiado, con ese asunto del Luisón no aparecerá nadie para molestarles: Ni excéntricos, ni enamorados…, así que hay tiempo. Enciende un cigarrillo y trata de acomodarse mejor en el frío e incómodo piso del panteón que le ha causado tantas raspaduras y hematomas en la espalda. “Voy a traer unoh cuantoh vosa-kue de arpillera para que no máh me molehte”.

            Contempla las formas que la humedad dibuja en el techo de hormigón del panteoncito y se pone a pensar en la lucha de su amigo. ¡Qué ironía!, piensa Antonio: Él, ex patroncito, vejando a los patrones y patronas, a las beatas y a los matones con el viejo cuento ése… Y se recuesta, sin notarlo, a dormir un poco también.

 

 

 

 

 

            ―¡Chediskulpákena, ña Pastorína… Ndaha’éi raka’e la nememby… ¡Chediskulpákena!

            Y las gargantas llevándose el aire para dentro “Hí”, más adentro, como un gemido inverso “Hííí”. “Hííí”. “Hííí”. “Che dio…”.

            ―Ceferino nipo ra’e…

 

 

Gruñidos amenazantes de negra bestia peluda.

Cuadrúpedo que se arrastra sobre los codos,

reclamando justicia.

La séptima bala,

con su potencia de plata.

Las palmas benditas.

¿Final cercano?

Beatas que vomitan y macumbera que reza.

El cura bendiciendo, el cura maldiciendo.

¿Final cercano?

¿Final cercano?

 

 

 

 

 

            Algo húmedo, primeramente tibio, luego cada vez más frío, despierta a Antonio. Se mueve incómodo sobre el piso pedroso. “Ceferino… ¿Quéiko te pasa, Ceferino? ¡Ceferino!”. Un grito lúgubre despierta a los perros que corean un aullido solo.

            Antonio transita tambaleando el breve camino hacia el chircal, cruza llorando a los gritos el chircal –su llanto es más bien un aullido lastimero-; cruza la calle, el alambrado, el patio ajeno, y, ya alcanzando el mango, se echa en cuatro patas, se arrastra hasta la planta de mango y se pone a lamer la sangre de sus ancas. Su madre lo esperaba en el portón de la casa, lo ve a la distancia, viene a su encuentro, y lo estrecha entre sus brazos…

            ―¡Ohasáiko nerakambykuáipi, che memby? ¡Ohasáááiko nerakambykuáááipiii!

 

 

 

2007

Este reloj no es un reloj

Y para colmo, una piedra le abre una roja flor en la uña de un dedo en su carrera al fondo, donde va a cobijarse de la furia ígnea de su mamá, porque de seguro ligará sus ricos cintarazos, lindas lengüeteadas de fuego con su saliva dolorosa en sus piernas flacas y en su espalda.  Por una macana, tan poquita cosa que es, piensa.

            De la puerta del fondo de la casita rosada de tablas y techo de chapas de fibra de cemento hasta su escondite no hay más que una decena de fugaces metros; pero el escondite es bueno. Primero, los pastos que se alzan hasta la altura de sus ojos y el viento, que en su gramíneo verdor les susurra cosas de tal forma que se opacan los respiros de Pablito; después la empalizada; y la empalizada hace de sola pared para su abrigo con su espontáneo techo, esa composición de ramas dispuestas al azar, de tablas podridas y patas de silla, pero que para un nene como él es todo un fortín.

            Respira agitado. Sostiene su respiración. No traga su saliva. El más lúgubre de los silencios.

            Alguien más anda por ahí cerca. Un camión se estacionó en el patio. Unas voces cansadas que cuentan un chiste, una voz de mujer riendo: Su mamá. Sí. Pronto entrará a la casa y, esparcidas por el suelo, en diminutas desmembraciones, encontrará las entrañas de su reloj musical de plástico, cuya flor decorativa de paño rojo, abierta en la oscuridad de debajo del sofá, remeda a la otra que no tan lejos se abre en otras densidades.

            El castigo no sería tan doloroso como la herida en su dedo que cavó su propio hoyo para contener la hemorragia. El dolor de los cintarazos pasa pronto, a veces, y el dedo le seguirá doliendo por mucho tiempo más, infectado seguro, henchido de pus. Pero no se entregaría tan fácilmente: Prefiere un dolor circunstancial a tales reducciones.

            El puede, por ciertos espacios que dejan las ramas, ver un pedazo de cielo y el pozo de basuras que está cerca, pero querría tener posición para ver lo que hacen esas incesantes hachas tan junto a él; qué es ese apilonar en una carrocería que chirría débilmente a medida que la carga aumenta.

            La leña claro, y los tocos que su padrastro trajo una tarde, y a los que su mamá no les da uso alguno ya que cocina a gas y quiere distancia de lo rústico. Un señor que suele visitarla en las siestas cuando le obligan a dormir le había prometido deshacerse de ellos y... Y el reloj de su mamá… Pronto encontraría los rastros de su mecánica autopsia y… Olvidó que ese era su escondite recurrente; cuántas veces pues ya le habían encontrado ahí.

            En el basurero, junto a él, unas naranjas se pudren lentamente. Un yryvu grazna y agita su negro plumaje, mirando con suspicacia hacia el escondite. Y entre un frasco de perfume roto, una botella de caña y un desvencijado canasto, la caja de cartón del reloj musical, salvado asombrosamente del fuego.

 

 

 

 

            ―Ya está ya, ña Reina. Dónde-pa quiere que le tire.

            ―Allá en el fondo solemos tirar, Barcino. Allá adonde ya hay ya luego mucho yvyra-kue.

 

 

 

            El camión atraviesa el umbral invisible del patio, sale a la calle, realiza una pesada maniobra y se mete por entre chircas y desmirriados takuare’ê para dirigirse al fondo, donde, en el lugar que la caja de cartón del reloj musical de plástico dejó, gusanos gritan despavoridos ante el terror del furibundo picotazo corvino. Un estruendo de tocos anchurosos y rajas de leña afiladas que se vuelcan sobre el ignorado escondite. Densa polvareda, luego silencio.

 

 

            El reloj muestra sus inmóviles agujas clavado en una viga. La mano de ña Reina tiembla, se agita y suelta el arreador; el dolor contenido en las dos tapitas metálicas de cerveza colocadas en vano frente a la imagen de la Virgen y el de la densa sal muera hiberna apaciblemente.

            ―Para mí piko, che memby?

            ―Para vos, mamita.

 

 

            ¿La sangre de una flor muerta debajo de tocos y rajas, debajo de crujientes ramas y patas verdes? El más lúgubre de los silencios.

 

 

 

22 de enero de 2008

COMEZÓN

Cacho, que había llegado justo a tiempo para ver el programa de televisión desde el comienzo, arrastró hacia sí el ventilador de pie y estiró la perilla para que no se distrajera soplando cualquier cosa, para que le soplara solamente a él, y se levantó la remera, y el sudor formaba un pequeño torrente que bajaba desde la escasa zona boscosa de su blanco y membrudo pecho hasta espesuras más tupidas y pantanosas.

            Mientras, Luis machacaba cedrón en el angu’a. Los machaques, furibundos y vertiginosos, pronto, porque ya se escuchaba la melodía anunciando el inicio del programa. El sol de la siesta rubia empapándolo todo con su luz bochornosa; empapando las axilas y el rostro de los insomnes diurnos.

           

            “Éste es el show, éste es tu show… Mucha diversión, chisme y polémica. Todo eso y más, aquí en la pantalla…”.

 

            ―Listo ―dijo Luis, mientras se sentaba en el sillón de cables verde, y le extrajo un gorgoteo feroz a la guampa sorbiendo de la bombilla.

            ―Ya empezó ya ―dijo Cacho.

            ―¿Qué cosa?

            ―Ya empezó ya.

 

            “Sean todos bienvenidos al show de la siesta. Hoy en nuestro programa… Hoy… hoy… ¡No se pueden perder el programa de hoy porque hoy tenemos informaciones imprescindibles! Señora, señor… aquí en su programa favorito, todo sobre la farándula, los famosos… Los chismes más frescos…”.

 

            ―¿A quién será que le van a entrevistar hoy? ―preguntó Luis.

            ―Ojalá que sea una modelo ―dijo Cacho―. Una tetuda luego…

 

 

            El mensaje solía aparecer distante en el fondo negro de la pantalla en forma de una paloma aleteando antes de que empezara el programa. Los aleteos de la paloma le arrancaban plumas que se iban alineando una junto a otra en forma horizontal a lo largo de la pantalla. Aleteos y sacudidas que acababan vaciándola de plumas, vaciándola de sí misma, de su ser-paloma, hasta que desaparecía y no quedaba sino el desfile plumífero. Los contornos se definían y la imagen se aproximaba lentamente, cada vez más, hasta que por fin se leía el mensaje: “Usted tiene el derecho de apagar el televisor”. (Bastaba con una vez para medir el tiempo que duraba y no volver a verlo nunca más).

            La campaña podía variar de forma, pero las formas siempre parecían estar cargadas de ambiguas expectaciones. Otra de ellas consistía en cortar la señal durante quince minutos con el siguiente mensaje “Apague el televisor, lea un libro”: Que después de los comerciales de bebidas y cigarrillos eran una excelente excusa para visitar la despensa más próxima.

 

 

            ―¿Ya mandaste arreglar tu celular? ―preguntó Luis.

            ―Esperá un poco… ¡Ahí está! ¡Qué final que ya es la nalga de esa pendeja!

            En el televisor: chismes, chicas, posaderas y parachoques…

            Sorbo y sorbo. La sombra del árbol se movió algunos centímetros, los necesarios para que la luz que entraba por la ventana no se reflejara en la pantalla de la tele con tanta intensidad. Cacho y Luis, sin mirarse casi, intercambiando frases frívolas que parecerían servir sólo para confirmar sus presencias, porque los párpados abiertos y paralizados, los ojos fijos en la pequeña pantalla: Los ojos de los insomnes diurnos.

            ―Ya mandé arreglar. Quince mil nomás me costó.

 

            “Yo no quería meterme con tu marido, señora. Él lo que me buscó”.

 

            Luis, con las dos piernas flexionadas. Posados sobre el borde del sillón, los pies. Haciendo una música de chis-chíses, las uñas de los dedos gordos que se frotaban contra los anillos que formaban los cables en ese ir y volver, ir y volver por el cañito de metal. Luis se meneaba suavemente y los tensos cables le masajeaban la espalda. El sudor le nacía en el ombligo y sobre las sienes; y en la parte interior de los muslos, con el viaje truncado por la maraña de su vello negro, gotitas mostraban su viso.

            Medio metro más y el frescor de la sombra cubriría la pieza. Pero cuánto para medio metro, y cuánto calor.

            ―Nde, Cacho ―dijo Luis desatendiendo un poco la emisión―. Hacé un poco girar el ventilador.

            ―¿Qué?

            ―El ventilador ―reiteró Luis―. Hacé un poco girar.

 

            “¡Puta, puta, puta! ¡Mil veces puta! Eso lo que sos, ¡bandida de mierda!”

 

            La sonrisa era mecánica, y a veces la carcajada. A veces la producción invertía tal esfuerzo, que el llanto, verdadero o representado, se transfería al espectador. Tal era su magia.

 

            Y una vez que el viento acarició su empapada piel, vueltos los ojos a la tele y los labios a las yerbales libaciones.

            El ventilador giraba; las dos damas se escupían improperios en la tele; Luis se había olvidado de cebarle a Cacho; la sombra del árbol estaba inmóvil; Luis se hundía lentamente en el espacio que algunos cables sueltos del sillón habían dejado y…

 

            La cara de Cacho cambió de súbito, como si la sangre se hubiera pigmentado con tintes de tonalidades extrínsecas a la sangre. Los músculos de las piernas se contrajeron casi hasta la crispación, y lentamente las juntó, y disimuladamente, con una mano, se apretó la entrepierna.

            ―¡Ndetavýma pio? ―le dijo Luis casi con un grito, con una mueca inquisidora, con una sonrisita estúpida.

            Pero el aspecto de Cacho se volvió casi febril, y Luis reiteró su pregunta en otros términos:

            ―¿Qué-pio te pasa, mi socio?

            Luis era su amigo, era un hombre después de todo, sabría entenderlo, ¡cómo no! (¿En qué se había estado ocupando?) Así que se rascó: Se rascó ferozmente, como si su mano fuese el mazo que machaca furibundo y vertiginoso los yuyos: Su mano arrasando la espesura pantanosa. Como si la comezón fuese el botón de un control remoto.

            ―Ja, ja, ja! ―se rió Luis―. ¡Ja, JA, ja! ―con más intensidad―. ¡Ja, JA, JA!

 

            “Decidíte, hermano. Con quién te quedás…”.

            “Yo le quiero a las dos, pero… de formas diferentes”.

 

 

            ―Decidirme… Nde, Luis. ¿Vos apagaste la tele alguna vez?

            ―¡Vos estás loco! ¡Ni nunca, chera’a! ¿Qué mba’e pio te picó? ¿Por qué me preguntás eso?

            ―No, por nada.

            ―Vos… ¿Vos?

           

 

            ―¿Kype piko?

            ―Hêe.

 

 

Jueves 8 de noviembre

Muerte de un niño en un incendio forestal

Y no lo vieron escurrirse por la puerta del fondo para buscar quién sabe qué más allá de la roza, donde el verdor parecía arrimarse con taciturna solidaridad hacia la amoníaca muerte. Qué crujientes se le antojaron los muertos, pálidos y ennegrecidos racimos del yuyal quemado. El fuego reposaba con un ojo abierto: El humo se arrastraba escondido a la altura de la tierra, como el respiro de un sapo hibernando.

            Sus pies infantiles vadearon el arroyo, acariciando alguna piedra roma, lastimándose con otra aguda y traicionera. Unos solitarios árboles con sus lianas solitarias y algún solitario pájaro: El llano piquete.

Cómo se le ponen las alas a un ángel

-Yo te traje algo.

-¿Algo de comer?

-¡No…! Un cortometraje es, canadiense, bueno es.

Sentado y vacilante. Pero las desganas son primero. La piel grasienta, los cabellos enmarañadamente encrespados y grasientos y cavilaciones desacertadas sobre el sillón de terciopelo azul mar cuando un clic dice que sí aunque diga que no.  Un gallo muerto y desplumado que escupe una redonda gota roja de sangre, una delicia robada del gallinero del colérico vecino que mañana por la mañana escupirá quién sabe qué improperios, pero qué importa si lo que importa es ablandar la carne de ese gallo como se ablanda con un tenedor la dureza impenetrable del existir todos los días; caramba si también podemos con esos humores. “Cómo se le ponen las alas a un ángel”. Alitas de gallo, alitas de gallina casera, alitas de pollo al horno, alitas de pollito que son bien tiernas aunque no tengan mucha carne pero los huesos casi cartilaginosos se desintegran, se derriten en la boca con ayuda de los dientes, a la parrilla, al espiedo: ¡Qué hambre!

-Dura unos pocos minutos. Atendé.

-Estoy viendo… -tratando de ver la pared a través de la pantalla donde hay una puerta que da a un patio extensísimo por el que cacarean y cacarean… -¿Por qué te gusta tanto la película?

-Porque me aterroriza.

-Pero no es de terror el corto. Es medio negro, no sé qué es.

-Pero me espanta.

-¿Y por eso ves? ¿Porque te espanta?

Si uno tuviera alas para volar… Porque las gallinas no vuelan, son pesadas y feas y deformes. Si uno pudiera volar se elevaría lentamente para dejarse mirar por las gentes desde abajo, desde sus casas, y ver las cosas desde otra perspectiva, desde arriba, como se siente a veces que le miran a uno. Mi casa está en una bajada.

Y ésta que no trajo la película de casualidad. Quiere que le ponga las alas del ángel en la espalda, quiere contraerse contra mi pecho, arrullarse entre mis piernas mientras yo la desplumo.

Ah, si uno pudiera volar para escaparse del gallinero.

-¡Hija de mil! ¡Tocá un poco mi corazón!

Alas. Alas a la imaginación, alas al corazón, la chica quiere volar, Alas Clarín.

¡Qué corazón más diminuto! Con razón las gallinas no se enamoran.

QUÉ CUENTERO QUE SOS

En eso de que soy un mentiroso hay mucho de chisme. Estiro el dedo índice y escarbo con premura codiciosa; araño las corazas casposas que mugen espantosamente y trepidan ante la cosquilla del índice, y me voy metiendo, me voy yendo conmigo mismo de mí. Y esas posibilidades inasibles que fuerza mi quietud pusilánime; esas literaturas. Tan vicio de astronauta, lo sé; pero viajo, me mezo en esta hamaca de hilvanes tenues, en esta bocanada de humo que se desvanece cuando mamá me llama “para tomar teté”. “Ya me voy ya”. Pero esperá, que ahora estoy sentado en la tierra roja y aprieto fuertemente los ojos contra mis rodillas. No tardan en aparecer las luciérnagas fosforescentes y luminosas, no tardan en imprimirse en mis ojos y estallar en el culo de una descomunal luciérnaga sideral que se desmiembra en múltiples luciérnagas diminutas, y me aprieto los ojos hasta ver estrellitas. Y las estrellitas producen un débil tintineo al chocar unas contra otras, un agudo tintineo, como el de las cajitas de música, como el de la cajita de música rota que todavía chilla en mi mano, esa cajita que se le había perdido a alguien y a la que yo rescaté del fuego en el basurero lleno de vidrios rotos de todos los colores, verde, rojo, amarillo que también tintineaban cuando uno los pisaba; la cajita que se perdió en aquella casa de machimbres viejos. No sé por qué me pegaron, no sé por qué lloro si no me duele. De pronto las formas que la humedad dibuja en la pared se desfiguran, figuran algo… Me detengo sobre ellas y miro inmóvil: una mosca. Estoy sentado en la letrina y esa mosca se detuvo ahí y no se mueve. “¿Ya hiciste tu tarea? Mirá que la profesora me dijo que vos andás muy desatento en la clase, señorito. Cuidadito con aplazarte… Mirá que tu papá te va a corregir si andás fayuteando”.

Seguramente. Pero ahora es domingo, es domingo de tarde y mañana es lunes.

Cerrar los ojos para entrever cualquier otra cosa y saborearla con delicia; meter el dedo en el agujerito y escarbar con la uña, desgarrar las orillas para que el aluvión se desborde y nos refresque la cara, nos limpie de tanta polvareda reunida y cristalizada en nuestras caras, aunque sea en ese viaje; porque de la lluvia, ch’amigo, nadita de nada. Por ejemplo, mientras César está ahí a su lado mirando la película, él se pregunta si…, y basta con eso para vivir del otro lado por un instante. Al volver, qué sé yo, alegrías, esperanzas, pero por lo general despecho, desasosiego, pichaduras. 

domingo, 19 de octubre de 2008

A-dónde

-Jaha ko’ái, nde.




-Xirú não sabe tocar violão com corda de aço, é fracote, só toca com corda de nylon. Empresta um violão com cordas de aço pra um paraguaio que você vai ver como os dedos dele sangram.




-¿Qué dijo?
-Dice que nosotors los paraguayos no sabemos tocar com cuerdas metálicas, solo com cuerdas de nylon porque nos corta ndaje.
-Rapái tembo ta’e chupe. Cambiaron el canal para ver ese programa jare, yo queria ver el partido.
-Uno, dos, tres, cuatro. Cuatro paraguayos nomás somos acá, y el resto son todos brasileros.-Jaha ko’ái, nde.




-O xirú é preguiçoso, é só olhar pro seu Martinez. Ele acorda as cinco da manha toma o seu chimarrão, vai pra chácara um pouquinho, volta e toma tererê embaixo da árvore; ele fica aí umas duas horas com o olhar perdido que nem esses monges, ou sei lá que diacho. Não quer trabalhar. Pra que quer terra?




-Jaha ko’ái, nde.
-No. Adónde más lo que vamos a irnos.
-Parece que quiere llover.
-Sí, hay um vientito que sopla.
-Viento Norte.
-Hêe.
-Roque es mi jugador.
-No pero qué purete que legalmente ya era esa flor que encontramos en el takuare’êndy.
-Adónde más lo que nos vamos a ir...

martes, 8 de enero de 2008

FUMO


Vino a visitarme. Estamos sentados en el balcón, en sillones de plástico, tejiendo palabras insulsas para gastar tiempo, mientras el coraje mío emerge. Éste es otro de nuestros tantos encuentros impulsados por la necesidad de saciar ansias y vicios. Ansias y vicios que ocultamos por temor a incidentes de tipo… expresivo, que pueden llevarnos a suplicios inconmensurables, a luchas cruentas entre los impulsos y el refrenamiento.
El balcón da justo a la calle, parece estar levemente inclinado hacia ella, y la barandilla de pino que lo rodea, hace décadas, chirría cada tanto con los suaves empujes del viento. Las calles asfaltadas son ríos negros que contornan las islas de mala sangre.
Al principio, nos costó creer que nos habíamos vuelto adictos. Mal sabíamos nosotros que estábamos predispuestos a ello, sino condicionados. Los genes, dicen, juegan un papel importante en la determinación de algunos hábitos de los seres humanos. Después, claro, están los condicionamientos ambientales. ¡Pucha, que no todo es magia!
Me mira. Le miro. En silencio bilateral hilvanamos el acto. Nuestros ojos lo han dicho todo y la impaciencia se proyecta en ambos.
―¿Vos trajiste el fuego?
―Sí, traje.
Somos principiantes en el acto. Nos movimos instintivamente el uno hacia el otro para probar los humos en la penumbra, en la soledad dual. Velado el acto por ramajes y arbustos húmedos, por la tienda de campaña en el jardín, por sábanas.
El tereré ayuda a soportar los minutos u horas precedentes al fumo. Aún en la noche, el agua fresca es bienvenida, y los sorbos en la bombilla semejan las succiones que anhelamos.
―¿Dónde está tu mamá?
―Ya está durmiendo ya. Vamos al fondo.
―No, esperá. Esperá nomás un rato más.
Cruza los brazos en rúbrica de falta de respuesta. En su inapreciable… “balanza moral”, juzga las consecuencias. Ya los muchachos conjeturaban la razón de nuestros encuentros furtivos.
―¿Vos fumás con Miguel? ¡Nde…!
―No, ¡mbóchi! Yo no hago esas cosas, hermano.
―Ya te pillamos todo ya.
―¡Qué pucha! Macanada lo que decís, chera’a.
Recela un poco. Él teme más que yo ser descubierto. Aún le importa su nombre, ante la gente, con las chicas... Yo sin embargo sugiero hacer manifiestos nuestros gustos, nuestros deseos: exponer nuestras pasiones, exponernos. Pero todo es tan condicionante; hormas que impiden la multitud de formas. Aunque entre nosotros no hay temor a filtraciones. Ya de antes, el pacto: “Éste va a ser nuestro secreto. Somos socios”. Y siempre fumamos.
Yerra entre ideas improbables, y los temores se le pintan en tierna expresión. Pero, de pronto, los impulsos rigen sobre él una fuerza tal que se desabrocha algunos botones de la camisa, abre la cajetilla atropelladamente y con un gesto me invita a fumar. Es noche, por tanto las sombras podrían encubrirnos; aún así, el temor a ser sorprendidos persiste.
Toma el cigarrillo delicadamente; lo enciende; exhala el humo que nos reunía, fundido en su gemido de placer y me lo pasa ―bajo la jarra de vidrio en el suelo cerca de la puerta―; fumo casi maquinalmente, expeliendo el hálito nebuloso con agitado respirar.
Pronto estamos envueltos en la bruma cálida y voluminosa, que es abrazo y acaso piel y besos. Agitados y confundidos en el humo epicúreo, flotamos, inconscientes de dónde nos encontramos.
De pronto la figura incongruente de mi madre nos sorprende con su cara de horror. Los ojos le saltan y el ceño se le frunce dándole una expresión deforme, coronada por la boca crispada. No se me ocurre nada, ninguna ruta de escape está abierta.
―Estamos fumando nomás, mami.
Pero no se me antoja apagar el cigarrillo, ni por “respeto”. La mujer en camisón comienza a dar vueltas por el breve espacio, a lo largo de la baranda, tapándose los oídos como aturdida por un ruido irritante. En un descuido tropieza con la jarra de tereré y choca contra la podrida barandilla de pino que se rompe, dejándole caer sobre el asfalto perenne.
Tiene en el rostro la misma expresión de pánico que ahora remedamos. Pronto la sangre se escurre calles abajo, tocando cada puerta, llegando a todo oído, diluida en el lenguaje.

2005