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sábado, 26 de septiembre de 2009

Mil puertas



Entonces el poeta me miró a los ojos y me dijo:

-Cortás el pan como si abrieras un mundo.

Se levantó. Encendió el foco amarillo de la habitación contigua, de donde regresó algo constipado. Se sentó, envolvió un portafolio marrón en papel madera, lo puso sobre la mesa y lo arrastró lentamente hasta mí. Tomá, me dijo, para el viaje.

Y le dejé como un retrato inmóvil destiñéndose bajo el agua.

Mis zapatos son violáceos. Cosas por el estilo ofrecía Laura Lejía en su mesita de la calle del consulado, junto con ponchos deshilachados y ceniceros sustraídos de los hoteles más inhóspitos. Pero Laura lejía y otros recuerdos se me traspapelan entre tanto desorden de diarios viejos y hojas de oficio de una raya; a veces me parece ver a Paco, el malabarista del semáforo, en una mancha de humedad o en la tinta derramada, pero basta un pestañeo para que las manchas me figuren otra cosa, cualquier cosa. Siempre me han gustado estos zapatos, comodísimos para andar por las veredas de la ciudad, aceras de baldosas cuyas junturas no hay que pisar si se ruega por la suerte de encontrar un billete gordo o el milagro de acertar en los números de la quiniela. Pero ahora que me entra el frío, y con esta humedad que me ha arruinado la alfombra y el colchón de espuma, los zapatos son sapos desahuciados que me chupan el pie.

En muchas culturas, los jóvenes emprenden un viaje que implica una transición a la madurez, un viaje de iniciación. Una madrugada de verano, indicios de que mi tierra sin males me esperaba en algún lugar me hicieron cargar mi mochila y emprender la fuga. Cuna de las posibilidades, llegué a esta ciudad hambriento, con arena en los bolsillos; como cientos al año, enfebrecidos por un oro que se hace el difícil. He presenciado muchas desgracias: hombres prematuramente envejecidos en cuyas miradas se ha cuajado la expectativa.

El agua bulle en la pava. Sospecho que mi bullente vida se evapora, humedeciendo las comisuras de este mundo. Café.

Muchos de los que se han empujado al límite de querer volver a sus tierras han fracasado en el intento, y en su momento me han inspirado desprecio: ¿quién le pone el anillo al hijo pródigo de un padre proxeneta? Yo no quiero para mí tales desgracias. He de defenderme alegando que soy muy distinto, ésta es mi vocación, a esto vine, y con esto me quedo; es decir, ¿acaso no soy libre ahora?

(Y sin embargo, la posibilidad de haber cometido el error de enamorarme me atormenta. Un momento… ¿error? ¡La locura de enamorarme!)

Por allá no había muchos días nublados. Aquí sólo llueve. Uno de esos días en los que caían tenedores conocí a un hombre muy sabio, míster Englander. Mi cara no debía distar de las de cientos de desalmados, prófugos de otras ciudades y de esta misma que irían a buscar consuelo para sus conciencias en el rostro de aquel señor. Me acurruqué a su lado y noté que llevaba zapatos parecidos a los míos. Le pregunté:

-¿Cree usted en Dios? –él ni siquiera pestañeó.

–No. Y sin embargo existe. Existe porque actúa sobre nosotros –metió la mano en el bolsillo de su saco y sacó una botellita de coñac de la que sorbió un largo trago- Existen puertas –agregó- que se abren a otras realidades.

Yo siempre había creído que a Dios se le conferían tantas responsabilidades que por eso espiraba realidad. Le pedí que me invitara su coñac, y su cara se puso lívida de súbito. Le sonreí. Míster Englander me mostró sus dientes amarillos, me tomó del brazo y me dijo:

-Has abierto una puerta entre tú y yo.

Apenas amainó, me levanté y le dejé unas monedas.

De cierta manera una ciudad es muchas a la vez, muchos mundos, depende de por dónde se la mire y de quién la mire. Se podría afirmar, entonces, que un mundo es como Dios, o como los frutos reforzados de nuestra capacidad imaginativa: Interviene en la realidad, nos afecta, como un gato negro o las junturas de las baldosas. Pasa con todos los seres, con todos los hombres. Al poeta le habían reprochado un comentario, calificado de ofensivo, acerca de uno de nuestros tantos próceres: Una cosa es el mito, y otra es el hombre, me decía; yo admiraba al mito, él odiaba a ambos, por eso yo escribo cuentos, y él escribía poesía.

No puedo creer lo desconsiderado que he sido. El portafolio sigue intacto detrás del estante, envuelto en su forro de papel madera que se llena de polvo y humedad a lo largo de los meses. No lo había abierto por temor a la nostalgia, pero hoy que me aferro como un loco a esto que no sé qué es, el pasado no puede venir de lejos a hacerme más daño que el previsible.

Paso a otra página, y la impresión de que los fantasmas de Laura Lejía, Paco y el poeta han atravesado el umbral del papel para convertirse en huellas difusas sobre la mesa me habría asustado si no fuese el estrépito de persianas que el viento descuaja espantando las palomas en el balcón de esta buhardilla.

Ahora, además de la injuria de los zapatos, está el hambre. Tomé demasiado café, y el estómago me lo reprocha con dolorosos retorcijones. Esta mañana me desayuné la última criollita de la lata, no tengo dinero ni sé a quién visitar. Si no hubiese tomado tanto café tendría el beneficio del sueño, lo inconsecuente que uno es a veces. En ese sentido, desde que llegué, todo me ha ido mal. No he trabajado más de una semana y no puedo precisar en qué invertí mis ahorros; es posible que me los gastara en los primeros meses, cuando me enamoré…

Y ahora que pienso en eso, definitivamente todo me ha ido mal aquí. Eso me gano con tanta remembranza; cavilar demasiado acerca de la realidad conduce a eso, a las servidumbres de la tristeza.

Debería abrir el portafolio de una vez. El poeta me quería mucho, ¿qué me habría puesto adentro? Un libro, un poema escrito en una servilleta, un paquete de cigarrillos, supongo. O dinero.

Decimonónico esto de empapar los papeles mientras se escribe. Las letras se van desfigurando, se van desvaneciendo, como mi amigo el poeta detrás de mis ojos húmedos cuando la despedida.

Me levanto y me tiembla una mano. Desenvuelvo el paquete, arrugo el papel y lo arrojo a una esquina, desde donde parece susurrar.

Hay una tarjeta:

Querido Julián,

En agradecimiento por los momentos que me permitiste compartir contigo, este portafolio para salvarte la vida.


Abro el portafolio. Es como si cortara un pan.

martes, 4 de noviembre de 2008

QUÉ CUENTERO QUE SOS

En eso de que soy un mentiroso hay mucho de chisme. Estiro el dedo índice y escarbo con premura codiciosa; araño las corazas casposas que mugen espantosamente y trepidan ante la cosquilla del índice, y me voy metiendo, me voy yendo conmigo mismo de mí. Y esas posibilidades inasibles que fuerza mi quietud pusilánime; esas literaturas. Tan vicio de astronauta, lo sé; pero viajo, me mezo en esta hamaca de hilvanes tenues, en esta bocanada de humo que se desvanece cuando mamá me llama “para tomar teté”. “Ya me voy ya”. Pero esperá, que ahora estoy sentado en la tierra roja y aprieto fuertemente los ojos contra mis rodillas. No tardan en aparecer las luciérnagas fosforescentes y luminosas, no tardan en imprimirse en mis ojos y estallar en el culo de una descomunal luciérnaga sideral que se desmiembra en múltiples luciérnagas diminutas, y me aprieto los ojos hasta ver estrellitas. Y las estrellitas producen un débil tintineo al chocar unas contra otras, un agudo tintineo, como el de las cajitas de música, como el de la cajita de música rota que todavía chilla en mi mano, esa cajita que se le había perdido a alguien y a la que yo rescaté del fuego en el basurero lleno de vidrios rotos de todos los colores, verde, rojo, amarillo que también tintineaban cuando uno los pisaba; la cajita que se perdió en aquella casa de machimbres viejos. No sé por qué me pegaron, no sé por qué lloro si no me duele. De pronto las formas que la humedad dibuja en la pared se desfiguran, figuran algo… Me detengo sobre ellas y miro inmóvil: una mosca. Estoy sentado en la letrina y esa mosca se detuvo ahí y no se mueve. “¿Ya hiciste tu tarea? Mirá que la profesora me dijo que vos andás muy desatento en la clase, señorito. Cuidadito con aplazarte… Mirá que tu papá te va a corregir si andás fayuteando”.

Seguramente. Pero ahora es domingo, es domingo de tarde y mañana es lunes.

Cerrar los ojos para entrever cualquier otra cosa y saborearla con delicia; meter el dedo en el agujerito y escarbar con la uña, desgarrar las orillas para que el aluvión se desborde y nos refresque la cara, nos limpie de tanta polvareda reunida y cristalizada en nuestras caras, aunque sea en ese viaje; porque de la lluvia, ch’amigo, nadita de nada. Por ejemplo, mientras César está ahí a su lado mirando la película, él se pregunta si…, y basta con eso para vivir del otro lado por un instante. Al volver, qué sé yo, alegrías, esperanzas, pero por lo general despecho, desasosiego, pichaduras. 

lunes, 10 de diciembre de 2007

VÝRO CHÚKO





Ahí donde estaba, en el patio trasero de esa miserable casa de tablas ajadas y podridas por la humedad, en medio de ese miserable suburbio de cloacas expuestas y agua de pozo podrida, en esa podrida ciudad de aires miserables y barrios y casas, la moto era un extravagante racimo adornando un entierro indigente. Miguel no tenía con qué pagarla, pero tenía que tenerla, o creía que tenía, o creía quererla, que da igual, aunque quién sabe…

En la casa: Un triste colchón carcomido por unos bichos que no se ven a la luz del sol tendido sobre la red de alambres de una cama elástica que había sido del abuelo; unas destartaladas sillas que ya no toleraban reparación alguna y cuya única mano de pintura verde había sido pasada hacía quién sabe cuánto; la mesa, con el mantel floreado de plástico celeste, deslucido velo de novia, exuberante insignia de esa cara de la nada…, y el arreglo de flores sintéticas en una botella de vidrio, rociadas de polvo, rociadas de silencio estruendoso, rociadas de polvo…; el techo de terniz, miniado de parchesitos de gomas multicolores todavía tenía por dónde, pero ya no importaba…


Música de adefesio

que convierte al mamarracho en estrella,

que presenta la combinación ñembo-estilosa

como eminente “buen gusto”.

Hazmerreír de terraplenes y canchitas,

Precariedad y Abundancia

que se guiñan estrambóticamente

en medio de championes y miserias,

en medio de peinados y hambre,

en medio de podredumbres y flores…

Ridículo, ridículo, ridículo…

En medio de podredumbres y flores…


No importaba que en las noches de lluvia el agua le salpicara la frente pasando por entre las hendiduras que había entre unas y otras tablas –anchas hendiduras-, y se escurriera hacia sus ambas orejas humedeciéndole el sueño; ni siquiera importaba que no tuviera con qué lavarse porque el pozo, cuya vena había dado con una cloaca profunda, había estado esparciendo tan pródigamente sus fétidos hálitos por todo el vecindario que hubo que sofocarlo con tierra; no importaba el acecho de la enfermedad y poco que más la comida.Lo importante, pensaba Miguel, era tener su moto… Y no sólo su moto porque hay que mencionar que se permitía otros “lujos” que despertaban envidia y admiración en grado distributivo entre los muchachos del barrio: Los championes N…, la remera A…, el kepis…, y hasta los anatómicos… Y ese repertorio y esa modulación de voz, torpe plagio a algunos asuncenos jóvenes que tienen la boca como llena de papas.

Ese mediodía, precisamente –se había levantado alrededor de las once, y no trabajaba…- la peluquera le aplicaría los tan anhelados mechones rubios y reflejos que sobre su cara del color de los kambuchi debería ser algo “realmente mágico”. Prótesis blonda para un deficiente de qué. Mechones y reflejos complemento de la apariencia que quería, o creía querer, y que buscaba, aunque quién sabe…




Pasó el mediodía. Mientras estaba en la peluquería, su novia, que trabajaba en la península, le llamó al celular. “Hola, mai darlin… Qué-iko tá haciendo hína? No me tá-pa engañando mba’e allá en Ehpaña?... Yo acá ya me tava quedando kréisi ya porque vó no me llamaba má luego…”. La peluquera, que le sonreía en el espejo, intensificó los masajes en el cuero cabelludo. “Mi pendeja en Ehpaña, olúa… Jeje… Ojalá ogueruka chéve pláta”.Se subió a la moto y cortó el viento, casado con su nueva apariencia que estaba como coronada por los estrafalarios lentes de sol comprados a algún mesitero. Sintió que el viento le besaba, que el viento le acariciaba el cuello, como la gimiente peluquera le había acariciado en el bañito del improvisado salón. Juntó los labios para devolverle el beso a ese viento picarón, hermano ahora de la música de ese artilugio que llevaba colgado del oído, y no pudo evitar contemplarse en el retrovisor de la motocicleta. Se sentía bello, se sentía digno.




Miguel voló, con lentes y todo, y fue a caer chuscamente en el cantero de flores sin flores de una casa cualquiera. Una gorda peliteñida, vestida a lo deportivo, se bajó maldiciendo del M…; pobrecita ella, ¡tenía tanto que hacer!, y ahora ese contratiempo: Llevar a su bichón de pelo rizado al estilista para que le hicieran las uñas; justo hoy que tenía sesión en el spa para su depilación definitiva, y había que encomendar el vestido para el cóctel del fin de semana, y el peinado y los mechones y los reflejos…





La sangre de Miguel no manchó los championes que ahora llevo puestos. No manchó la motocicleta que robé en un descuido del muerto; la moto sobre la cual me miro en el retrovisor para ver mi reflejo hermoso: Yo sí soy hermoso, yo sí corto el viento. Yo sí vuelo...

Damián Cabrera


Saludos, internautas.

Pongo a disposición de los lectores virtuales algunos cuentos y poemas de mi auotría para que los comenten y los disfruten, los digieran o los vomiten.

Atentamente.

Guyrapu.