martes, 4 de noviembre de 2008

Este reloj no es un reloj

Y para colmo, una piedra le abre una roja flor en la uña de un dedo en su carrera al fondo, donde va a cobijarse de la furia ígnea de su mamá, porque de seguro ligará sus ricos cintarazos, lindas lengüeteadas de fuego con su saliva dolorosa en sus piernas flacas y en su espalda.  Por una macana, tan poquita cosa que es, piensa.

            De la puerta del fondo de la casita rosada de tablas y techo de chapas de fibra de cemento hasta su escondite no hay más que una decena de fugaces metros; pero el escondite es bueno. Primero, los pastos que se alzan hasta la altura de sus ojos y el viento, que en su gramíneo verdor les susurra cosas de tal forma que se opacan los respiros de Pablito; después la empalizada; y la empalizada hace de sola pared para su abrigo con su espontáneo techo, esa composición de ramas dispuestas al azar, de tablas podridas y patas de silla, pero que para un nene como él es todo un fortín.

            Respira agitado. Sostiene su respiración. No traga su saliva. El más lúgubre de los silencios.

            Alguien más anda por ahí cerca. Un camión se estacionó en el patio. Unas voces cansadas que cuentan un chiste, una voz de mujer riendo: Su mamá. Sí. Pronto entrará a la casa y, esparcidas por el suelo, en diminutas desmembraciones, encontrará las entrañas de su reloj musical de plástico, cuya flor decorativa de paño rojo, abierta en la oscuridad de debajo del sofá, remeda a la otra que no tan lejos se abre en otras densidades.

            El castigo no sería tan doloroso como la herida en su dedo que cavó su propio hoyo para contener la hemorragia. El dolor de los cintarazos pasa pronto, a veces, y el dedo le seguirá doliendo por mucho tiempo más, infectado seguro, henchido de pus. Pero no se entregaría tan fácilmente: Prefiere un dolor circunstancial a tales reducciones.

            El puede, por ciertos espacios que dejan las ramas, ver un pedazo de cielo y el pozo de basuras que está cerca, pero querría tener posición para ver lo que hacen esas incesantes hachas tan junto a él; qué es ese apilonar en una carrocería que chirría débilmente a medida que la carga aumenta.

            La leña claro, y los tocos que su padrastro trajo una tarde, y a los que su mamá no les da uso alguno ya que cocina a gas y quiere distancia de lo rústico. Un señor que suele visitarla en las siestas cuando le obligan a dormir le había prometido deshacerse de ellos y... Y el reloj de su mamá… Pronto encontraría los rastros de su mecánica autopsia y… Olvidó que ese era su escondite recurrente; cuántas veces pues ya le habían encontrado ahí.

            En el basurero, junto a él, unas naranjas se pudren lentamente. Un yryvu grazna y agita su negro plumaje, mirando con suspicacia hacia el escondite. Y entre un frasco de perfume roto, una botella de caña y un desvencijado canasto, la caja de cartón del reloj musical, salvado asombrosamente del fuego.

 

 

 

 

            ―Ya está ya, ña Reina. Dónde-pa quiere que le tire.

            ―Allá en el fondo solemos tirar, Barcino. Allá adonde ya hay ya luego mucho yvyra-kue.

 

 

 

            El camión atraviesa el umbral invisible del patio, sale a la calle, realiza una pesada maniobra y se mete por entre chircas y desmirriados takuare’ê para dirigirse al fondo, donde, en el lugar que la caja de cartón del reloj musical de plástico dejó, gusanos gritan despavoridos ante el terror del furibundo picotazo corvino. Un estruendo de tocos anchurosos y rajas de leña afiladas que se vuelcan sobre el ignorado escondite. Densa polvareda, luego silencio.

 

 

            El reloj muestra sus inmóviles agujas clavado en una viga. La mano de ña Reina tiembla, se agita y suelta el arreador; el dolor contenido en las dos tapitas metálicas de cerveza colocadas en vano frente a la imagen de la Virgen y el de la densa sal muera hiberna apaciblemente.

            ―Para mí piko, che memby?

            ―Para vos, mamita.

 

 

            ¿La sangre de una flor muerta debajo de tocos y rajas, debajo de crujientes ramas y patas verdes? El más lúgubre de los silencios.

 

 

 

22 de enero de 2008

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