martes, 4 de noviembre de 2008

COMEZÓN

Cacho, que había llegado justo a tiempo para ver el programa de televisión desde el comienzo, arrastró hacia sí el ventilador de pie y estiró la perilla para que no se distrajera soplando cualquier cosa, para que le soplara solamente a él, y se levantó la remera, y el sudor formaba un pequeño torrente que bajaba desde la escasa zona boscosa de su blanco y membrudo pecho hasta espesuras más tupidas y pantanosas.

            Mientras, Luis machacaba cedrón en el angu’a. Los machaques, furibundos y vertiginosos, pronto, porque ya se escuchaba la melodía anunciando el inicio del programa. El sol de la siesta rubia empapándolo todo con su luz bochornosa; empapando las axilas y el rostro de los insomnes diurnos.

           

            “Éste es el show, éste es tu show… Mucha diversión, chisme y polémica. Todo eso y más, aquí en la pantalla…”.

 

            ―Listo ―dijo Luis, mientras se sentaba en el sillón de cables verde, y le extrajo un gorgoteo feroz a la guampa sorbiendo de la bombilla.

            ―Ya empezó ya ―dijo Cacho.

            ―¿Qué cosa?

            ―Ya empezó ya.

 

            “Sean todos bienvenidos al show de la siesta. Hoy en nuestro programa… Hoy… hoy… ¡No se pueden perder el programa de hoy porque hoy tenemos informaciones imprescindibles! Señora, señor… aquí en su programa favorito, todo sobre la farándula, los famosos… Los chismes más frescos…”.

 

            ―¿A quién será que le van a entrevistar hoy? ―preguntó Luis.

            ―Ojalá que sea una modelo ―dijo Cacho―. Una tetuda luego…

 

 

            El mensaje solía aparecer distante en el fondo negro de la pantalla en forma de una paloma aleteando antes de que empezara el programa. Los aleteos de la paloma le arrancaban plumas que se iban alineando una junto a otra en forma horizontal a lo largo de la pantalla. Aleteos y sacudidas que acababan vaciándola de plumas, vaciándola de sí misma, de su ser-paloma, hasta que desaparecía y no quedaba sino el desfile plumífero. Los contornos se definían y la imagen se aproximaba lentamente, cada vez más, hasta que por fin se leía el mensaje: “Usted tiene el derecho de apagar el televisor”. (Bastaba con una vez para medir el tiempo que duraba y no volver a verlo nunca más).

            La campaña podía variar de forma, pero las formas siempre parecían estar cargadas de ambiguas expectaciones. Otra de ellas consistía en cortar la señal durante quince minutos con el siguiente mensaje “Apague el televisor, lea un libro”: Que después de los comerciales de bebidas y cigarrillos eran una excelente excusa para visitar la despensa más próxima.

 

 

            ―¿Ya mandaste arreglar tu celular? ―preguntó Luis.

            ―Esperá un poco… ¡Ahí está! ¡Qué final que ya es la nalga de esa pendeja!

            En el televisor: chismes, chicas, posaderas y parachoques…

            Sorbo y sorbo. La sombra del árbol se movió algunos centímetros, los necesarios para que la luz que entraba por la ventana no se reflejara en la pantalla de la tele con tanta intensidad. Cacho y Luis, sin mirarse casi, intercambiando frases frívolas que parecerían servir sólo para confirmar sus presencias, porque los párpados abiertos y paralizados, los ojos fijos en la pequeña pantalla: Los ojos de los insomnes diurnos.

            ―Ya mandé arreglar. Quince mil nomás me costó.

 

            “Yo no quería meterme con tu marido, señora. Él lo que me buscó”.

 

            Luis, con las dos piernas flexionadas. Posados sobre el borde del sillón, los pies. Haciendo una música de chis-chíses, las uñas de los dedos gordos que se frotaban contra los anillos que formaban los cables en ese ir y volver, ir y volver por el cañito de metal. Luis se meneaba suavemente y los tensos cables le masajeaban la espalda. El sudor le nacía en el ombligo y sobre las sienes; y en la parte interior de los muslos, con el viaje truncado por la maraña de su vello negro, gotitas mostraban su viso.

            Medio metro más y el frescor de la sombra cubriría la pieza. Pero cuánto para medio metro, y cuánto calor.

            ―Nde, Cacho ―dijo Luis desatendiendo un poco la emisión―. Hacé un poco girar el ventilador.

            ―¿Qué?

            ―El ventilador ―reiteró Luis―. Hacé un poco girar.

 

            “¡Puta, puta, puta! ¡Mil veces puta! Eso lo que sos, ¡bandida de mierda!”

 

            La sonrisa era mecánica, y a veces la carcajada. A veces la producción invertía tal esfuerzo, que el llanto, verdadero o representado, se transfería al espectador. Tal era su magia.

 

            Y una vez que el viento acarició su empapada piel, vueltos los ojos a la tele y los labios a las yerbales libaciones.

            El ventilador giraba; las dos damas se escupían improperios en la tele; Luis se había olvidado de cebarle a Cacho; la sombra del árbol estaba inmóvil; Luis se hundía lentamente en el espacio que algunos cables sueltos del sillón habían dejado y…

 

            La cara de Cacho cambió de súbito, como si la sangre se hubiera pigmentado con tintes de tonalidades extrínsecas a la sangre. Los músculos de las piernas se contrajeron casi hasta la crispación, y lentamente las juntó, y disimuladamente, con una mano, se apretó la entrepierna.

            ―¡Ndetavýma pio? ―le dijo Luis casi con un grito, con una mueca inquisidora, con una sonrisita estúpida.

            Pero el aspecto de Cacho se volvió casi febril, y Luis reiteró su pregunta en otros términos:

            ―¿Qué-pio te pasa, mi socio?

            Luis era su amigo, era un hombre después de todo, sabría entenderlo, ¡cómo no! (¿En qué se había estado ocupando?) Así que se rascó: Se rascó ferozmente, como si su mano fuese el mazo que machaca furibundo y vertiginoso los yuyos: Su mano arrasando la espesura pantanosa. Como si la comezón fuese el botón de un control remoto.

            ―Ja, ja, ja! ―se rió Luis―. ¡Ja, JA, ja! ―con más intensidad―. ¡Ja, JA, JA!

 

            “Decidíte, hermano. Con quién te quedás…”.

            “Yo le quiero a las dos, pero… de formas diferentes”.

 

 

            ―Decidirme… Nde, Luis. ¿Vos apagaste la tele alguna vez?

            ―¡Vos estás loco! ¡Ni nunca, chera’a! ¿Qué mba’e pio te picó? ¿Por qué me preguntás eso?

            ―No, por nada.

            ―Vos… ¿Vos?

           

 

            ―¿Kype piko?

            ―Hêe.

 

 

Jueves 8 de noviembre

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