Uno puede extrudir sus demonios. Puede pasar que nos abramos en el vientre una herida con la formita de un hombrecito y pujando -no sin cierta alegría- practiquemos el exorcismo. Una vez secretado el hijo, la cosa, se pueden sentir muchas cosas -algunos podrían pasar del orgullo a la envidia-; supongamos que yo sienta asco y se me ocurra matarlo aplastándole la cabeza.
Es primordial, en estas cuestiones, establecer algunos límites -en ocasiones puede ser de vida o muerte-. Me han referido la historia de un sacerdote de origen desconocido -habría sido escandinavo por las descripciones que me ofreció el compilador del volumen-: Había venido a estas tierras con la misión de evangelizar a sus bárbaros y, víctima de su desmesurado atractivo viril y su irrepetible popularidad entre las mujeres de la aldea, decidió extirparse el género para no corromper su tan altamente evangélico propósito. Pues bien, me figuro que en ocasiones algunos límites son forzosos, como el tal.
No me bastaría argumentar dignificando mi vocación homicida: Siempre tendría la sensación de estar cometiendo suicidio, oh humano de mí. He comprobado que mi cosa ha adquirido los vicios más deleznables -ha incurrido, incluso, en el uso de cierta retórica (de tal palo tal astilla dirán los chismosos)-. Le ha dado por beber, por ser promiscuo y por dedicarse a la investigación, cuando basta mirarle la frente para comprender que carece absolutamente de vocación para esos ejercicios. Lo odio, tengo que reconocerlo. Participa de encuentros partidarios y ya integra la comisión vecinal y la comisión de padres de una escuela rural -no le conozco hijos, ¿o es que los protege de mi talón?-.
Cuando me informan que tiene el poder de la mitosis, no pude sino llorar. ¿Cómo he permitido que el tumor que me extirpé extienda su descendencia por los lugares que amo?
Soñé alguna que vez que era piloto de aviones y que la desgracia era inminente. Tiré de la palanca y salí disparado por el techo de la nave. El paracaídas se abrió y me mostró el siniestro tiñiendo de rojo ese lugar alejado de la selva. La agitación era grande y la respiración se me hacía más dificultosa, como si estuviera a punto de despertar de una pesadilla; como si yo no fuera el piloto, como si hubiese soñado que era piloto de aviones, cuando en realidad era una nave que despertaba con sus intestinos metálicos revueltos y con mi conciencia volviendo a mí, volviendo a mi cuerpo, como un piloto de aviones cuyo paracaídas ha fallado y cae desde el vacío sobre mí.
Estamos ultimando detalles para la publicación de Xiru en formato libro-ite. Agradezco la buena voluntad de Maggie Torres -poetiza asuncena de cabello enrulado así-así que estudia en Colombia con los guajiros y los vallenatos y los Buendía (mi repertorio de arquetipos es limitado cuando el tema es Colombia)-, agradecerle por ayudar a publicar una parte de la novela en formato cartonero que por razones que prefiero no comentar permanece "casi" semi-inédito.
Mientras me gustaría compartir con ustedes algunos cuentos. Los cinco primeros pertenecen a la humilde colección de cuentos titulada "sh... horas de contar...", publicada en 2006 (sí, todos queremos contar, ser partícipes, ser visibles y ocultables, existir, ser). Sirven como documento, y a algunos les tengo mucho cariño, y son: Cliché, la historia de un manequí frívolo; Camiones, una suerte de elegía a la inocencia y la pasión desacertada; Surré, algo de humor en torno a la celebridad; y jeans Ajustados, uno de los cuentos que me permitió hacer muchos amigos en el Este -no en los ómnibus, una lástima-, y gracias al cual me gané una maestra.
Como bonus les entrego Umbral y Pifias y comedimientos, una perla que puse en Asunción y la otra en el Este.
Siempre que estiro el pestillo y trato de estrangular el chirrido con una toallita o con el ruedo de mi piyama, los ruidos se cuelan por las hendiduras con una resonancia mortal y en mi casa se suscitan las ceremonias. No alcanza con toser o fingir rechinamientos, la audición de abuela descifra esos engaños, y entonces los murmullos viajan a través de las oquedades del machimbrado, se proyectan contra mi cara en forma de escupitajo, y hubiese sido preferible hundir el pelo bajo las sábanas y mojarse dos dedos, mis dóciles tenazas con saliva tibia, antes que dejarse vapulear por Antonio, pero ya el pestillo está corrido, por mi ventana entra el frescor de la noche, he visto a Antonio agacharse detrás de los ligustros, y el litigio entre abuela y yo está comenzado, entonces, para qué aquello y esotro; naumbre.
Correr el pestillo, deleitarse con ese sutil contraste térmico, saludar con la señal convenida con la deferencia de las señoras, parar la oreja, sobresaltarse y meterse bajo las sábanas, y fingir sueño profundo, y ronquidos y chiflidos. Abuela cierra la ventana, previa inspección de la habitación –mira debajo de mi cama y desparrama las ropas del ropero-. “Cháke che ahendupaite la rejapóva hína. Por más que ake jepe, cheképe ahechapaite la rejapóva. Así es que reñetrankilisáma chéve cháke ambojáta tata neakãranguére apillárõ rekomete algún pecado”. Siempre el entusiasmo grande en cualquier empresa y siempre las mutilaciones espurias. Cambiar a la telenovela cuando en aquel canal aquella película porque a mi abuela devota…; dejar de lavarse y cerrar la llave de la ducha porque puede que el ojo me espíe a través de algún agujero que asegura haber abierto en la pared, y que aunque yo no lo vea me aterra en la soledad del cubículo; en fin, temblar cuando cualquier placer con temor de que ella lo arruine. Una vez soñé que ella portaba un bisturí.
Llovía en el baldío y Antonio me recitó Noche oscura, hoy mi grito de guerra. El pobre ignoraría el sentido cabal de la metáfora de San Juan de la Cruz -¿o la que lo sigue ignorando soy yo?-, no creo que se sepa otro poema, no sé por qué lo sabría de memoria, pobrecito, lo cierto es que en el poema se cifra una muerte ideal para mí: Lejana de conocer el amor, más afecta a los reconocimientos del cuerpo: Y soy cabalmente, o casi-casi, una mártir -¿o se dice mística?-. Él me ama con violencia, cree que así es mejor amante, y quizás lo sea; siempre me empuja más lejos, siempre demanda más de mí, pero siempre abuela, siempre la omnipresente presta a juzgarme, y jamás llego adonde quisiera. Esa noche ideal, esa vigilia libre es hacia donde voy, y él vendrá a mi encuentro para descuajarme, pero siempre abuela, la todopoderosa.
La noche es larga, pero lo que daría para demorarla más, para ralentizar el movimiento de la luna.
Un brazo tapándome los ojos, una mano taladrando el colchón con mis dedos. Mi mano es una tarántula taladrando el colchón. La tarántula tiembla, se escabulle en el revoltijo de sábanas y sus ocho ojos pulidos y lubricados se llenan de visos lunares, a dona aranha subiu pela parede, y la araña se aferra al pestillo y lo destraba con presteza. Rígida, estrictamente inmóvil cuando entra abuela. Mba’éiko hína,Jessica?, y la tarántula cabizbaja, sumisa, tengo demasiado calor. Está muy cansada la pobre, se rasca una axila y se aleja arrastrando sus pantuflas.
Vuelvo a tenderme sobre el colchón, yo también un poco extenuada por los interminables simulacros, tan repleta de sopores, en el límite entre el abatimiento y la anulación, pero no resignada, lejos de mí.
Antonio se acercó, lo sé porque puedo sentir que los vestigios de su último cigarrillo se filtran por las paredes, por la ventana y el olor me entibia el pecho. Hago memoria del primer cigarrillo que fumé; él me enseñó a fumar: escenificación de un cuento que leí hace poco, antes de entrar a la universidad: “Abre la cajetilla atropelladamente y con un gesto me invita a fumar”. Acaso apenas nos une alguna amistad, y a él eso le apena un tanto –a mí no tanto, oh insensible de mí-. “Agitados y confundidos en el humo epicúreo, inconscientes de dónde nos encontramos”.
¿Entro yo o salís vos? No sé, me da igual. Salí sin ser notada. Antonio me aprieta contra sí por encima del gabán mientras caminamos un poco agachados a través del matorral, me palpa los senos con apuro, los aprieta torpemente. Arrodillate acá un ratito. Me agarra de los cabellos. Dale si que, un poquito nomás.
Lejos de mí la auto-lástima, ese sentimiento de los caritativos frente al espejo. He de confesar que esto es sumamente de mi agrado; o si no para qué aspirar el olor ácido del sudor de Antonio, dejarse ensuciar como él perfectamente sabe hacerlo, dejarse lastimar con cariño, para qué la serenidad cadavérica ante los espoleos de abuela, las penitencias.
Caminamos otro trecho hasta un descampado. Él me quita el gabán, lo extiende sobre el pasto húmedo y se acuesta resoplando, con sus piernas abiertas; la sacude. Heme aquí mirándolo, parada, quieta, serena, impávida.
Aos domingos, isso quando eu aínda morava em Araucana, eu custumava ir na missa do padre Azevedo. Então, um dia o vereador brigou com o padre, não lembro bem qual era o problema, e disse que o ele era meio viado e que tinha tentado estuprar um estudante que não quis revelar a identidade. Nessa Semana Santa a imagem da Virgem Maria chorou sangue.
–Ya voy a terminar, ¿y vos? ¿Llegaste?
En navidad habíamos bajado, mi abuela y yo, hasta el río, a comprar un pacú para la cena, como lo solía hacer mi abuelo. Yo misma lo aderecé y lo metí al horno. Pusimos la mesa para nosotras dos –no había invitados-, y mientras yo abría la cidra y ella tomaba su laxante, la perra –mi abuela le había puesto Princesa- se robó el pescado y lo devoró en unos instantes a grandes bocados. Entre las dos la matamos. No sé por qué recuerdo eso ahora –los muslos de Antonio son gruesos y tibios-, lo más probable es que no haya ninguna relación entre eso y esto otro. Qué porno que sos.
Pronto va a amanecer. Cuando vuelva a casa voy a estar sucia, atravesada de humedad, hediendo a mierda; un hedor pertinaz que me va a doler hasta mucho después. Abuela va a estar ahí, se habrá vaciado de lágrimas a lo largo de la noche y esta madrugada, pero no le va a temblar el párpado, la mano tiesa y la boca fruncida para juzgarme, presta para castigarme. Puedo adivinarla dormida en mi cama, puedo adivinar sus muecas desparramándose en su cara de cáñamo achicharrado, y, obvio, los mismos regaños o algún zarpazo en la cara. Voy a fingir que me importa y que estoy sumamente arrepentida. ¿Qué le voy a decir?: Quedeme y olvideme.
*Cuento incluido en la antología de cuentos "Asunción (te) mata", de Felicita Cartonera y Jakembo.