Es la hora encendida, los sentires también se incendian y en medio de la
consternación cuesta ver con claridad; nos cuesta prestar atención a los
acontecimientos en su detalle, aturdidos por los hechos de violencia, y cuesta
mucho más aún esbozar una reflexión, con la indignación agitada por los medios
de comunicación, cuando éstos, quizás adrede, reducen el acontecimiento a un hecho
de violencia más en la escena de tensiones crecientes. Y es que la mayoría de
los medios locales imitan burdamente cierto periodismo –común, por ejemplo, en
Argentina- al que le da por detenerse superficialmente en el hecho, juzgando
desde los valores de un grupo particular de poder al que representa el medio,
sin tomarse el trabajo de hurgar en los fondos, o ignorándolos deliberadamente.
Un espacio abierto a múltiples subjetividades, grupos sociales, naciones –una
escena con mapas y territorialidades superpuestas-, como es el caso de los
departamentos paraguayos fronterizos con el Brasil, es susceptible de
tensiones, porque, en sus intentos por consolidarse en la escena, los anhelos
chocan unos con otros, y cuando no es posible encontrar la coincidencia, la
tolerancia aparece comprometida. Pero basta mirar la historia, inclusive la más
reciente, para comprender que las coexistencias no tienen por qué ser
armónicas, no es una regla: Lo diferente existe hostilmente, sobreviviendo su
espacio según sus potencias.
En el origen era el “infierno verde”. El bosque atlántico que se
consideraba inagotable, fue escenario de explotaciones en los obrajes y
yerbales, bajo el yugo de la Industrial Paraguaya, la Matte-Laranjeira, con un
sistema esclavista apoyado por el Estado paraguayo; las tierras en cuestión
fueron luego heredadas, de manera arbitraria, por personas y empresas cercanas
al dictador Alfredo Stroesner, como beneficiarios ilegítimos de una “reforma
agraria” que quizás se pueda pensar como los primeros fuegos de los conflictos
en Curuguaty, y en otros distritos, que estallaron de manera convulsiva estos
días. Pero hay que subrayar que los conflictos por la tenencia de la tierra
en la frontera –y en todo el Paraguay- no son recientes, datan de por lo menos
cien años.
Silvia Rivera Cusicanqui sugiere que a veces lo acallado puede
estallar de modo “catártico e irracional”. ¿Se puede justificar la violencia?
Los medios de comunicación hablan de una ola de violencia, pero, ¿violencia
contra quiénes? ¿No era de esperar que luego de cien años, en cualquier
momento, la indignación estallara de modo “catártico e irracional” en cualquier
momento? Esto si pensamos que los campesinos paraguayos –los campesinos pobres-
son un sector excluido de la población.
Los medios de comunicación aún tienen el descaro de desautorizar
la identidad de la gente. Oscar Acosta, Carlos Báez, Sanie López Garelli, Yolanda
Park –por citar algunos de los conductores de telenoticieros más vistos en el
país- dicen “supuestos campesinos”, “autodenominados campesinos”; aunque ellos
lo repitan ingenuamente, hay que entender que es una estrategia de
desacreditación programática. Yo me animo a nombrar del otro lado, del lado de
la soja, al “autodenominado sector
productivo del Paraguay”, a los “supuestos
productores”.
El monocultivo extensivo de la soja, que ya no tenía espacio en el Brasil,
se abrió camino por Canindeyú, y a lo largo de toda la frontera. Durante el
gobierno de Stroesner se crearon las principales condiciones para este ingreso:
La eliminación de la Ley de frontera, la construcción del puente de la Amistad,
la construcción de la Ruta Internacional Nº 7, e Itaipú.
Bartomeu Melià hace una etimología de la palabra “colonia”, y la vincula
con palabras como cultivo, culto y cultura, “derivadas del verbo colo, que
significa “yo trabajo o yo trabajo el campo””. Literalmente, pero también como
metáfora de un modo de estar en el mundo, el habitante que trabaja una tierra
pasaría a buscar más tierra para cultivarla, es decir, para colonizarla. Melià
advierte que la historia ha demostrado que la acción colonizadora ha supuesto
la dominación económica y política, y la negación de las otras culturas;
explotación, dominación y negación por la pretensión de universalidad de las
culturas colonizadoras. El discurso del colono en el Alto Paraná (de cualquier
nacionalidad, incluso de los colonos paraguayos) se escuda en la supuesta
infalibilidad moral de su deseo de trabajar (“que nos dejen trabajar tranquilos”);
los grupos subalternos con los que disputa territorio –campesinos sin tierra,
carperos, paraguayos, indígenas- carecerían de ese deseo de trabajar y serían
representados, estigmatizados casi, como “haraganes”. Tanto el valor que se le
asigna al trabajo, así como los modos de trabajar, de producir, de colonos,
paraguayos e indígenas son distintos: esta sería la principal estrategia de
desacreditación de sus enemigos. Pero “el verdadero colonizador piensa que él
es la cultura, y el camino que él recorrió lo tendrán que recorrer los otros
más tarde o más temprano”.
A los haceres se les asignan valores distintos, no sólo desde el punto de
vista de la economía de la producción sino desde el punto de vista del sentido;
el valor que se le asigna al trabajo tiene que ver con cosmovisiones distintas.
¿Cómo puede la tierra no ser suficiente para modos de hacer “poco
productivos” en manos de poca gente y a su vez ser insuficiente para prácticas
“altamente productivas” en manos, también, de poca gente? ¿Debe ser la “alta
capacidad productividad” el único criterio para tener derecho a ser en la
tierra?
En apariencia, para el
autodenominado “sector productivo del Paraguay” el bosque retrasa el progreso. Ésta
es una representación stronista que ha sido eternizada por el discurso del
sector, y el de los medios de comunicación con mayor presencia en el país –algunos
de cuyos propietarios están bajo fuertes sospechas de haber sido beneficiarios ilegítimos
de la seudo-reforma agraria stronista-.
Hoy se señala los supuestos peligros del bosque como escondrijo de “grupos
ideologizados y subversivos”, puestos en clave de insólito, cuando en realidad,
en el Paraguay siempre han existido guerrillas, y el territorio fronterizo
tiene una historia de más de cien años de disputas territoriales entre
campesinos, indígenas y terratenientes de procedencia diversa. Evidentemente,
estos procesos son ignorados de forma deliberada. Aquí, la palabra “ideología”
tiene un sentido peyorativo, casi auráticamente peligroso.
Las disputas territoriales no se reducen a la disputa por la tierra, estos
conflictos también se tratan de una lucha por los sistemas de producción. Y
puede parecer irrelevante, pero el sentido que construyen los medios de
comunicación y el valor que se le asigna a cierto modo de estar y hacer
invisibiliza la diferencia. Los campesinos paraguayos fueron vaciados de su ser
agricultor, y ahora no sólo necesitan tierra, sino deben tener derecho a
acceder a sistemas de producción, o quizás recuperar sistemas que les sirvan.
En los límites que dibuja la soja transgénica de Monsanto, acopiada por
Cargil y ADM, hay que hacer memoria, y por lo menos nos queda la capacidad de
indignarnos cuando vemos los conflictos de larga data traducidos a evento para
el entretenimiento de los espectadores sobreestimulados por el morbo. He aquí
que los medios de comunicación nos subestiman, y hablan de una supuesta ola de
violencia en la frontera, que nunca llega, y que nos asfixia en la espera: Los
megafónicos mapas del progreso que son la piel o la camisa de fuerza que
habitamos.
¿Podemos gritar más fuerte que los medios de comunicación y la ingenuidad
de quienes ignoran los cien años de subordinación de los campesinos paraguayos
y que solicitan, como reverbero de los medios, la renuncia de Fernando Lugo,
como si eso fuese a solucionar la cuestión?
Neutralizar, azuzar y vilipendiar,
estigmatizar, neutralizar e invisibilizar. ¿Para qué? ¿Para instalar en el
centro de la escena los modos de ser y producir legítimos?: Cultivar la soja es la acción
de irrumpir y producir desplazamientos.
¿Cómo no
sentir lástima por quienes han fallecido, tanto campesinos como policías? Pero
no hay que quedarse en la anécdota. Me pregunto: ¿Qué hacer cuando no se puede recuperar de manera legal tierras
adquiridas de manera ilegítima? Los paraguayos se han sorprendido a sí mismos
al manifestarse en el “after office revolucionario”, porque son víctimas de los
medios que insisten en representarlos como políticamente apáticos; pero los
campesinos e indígenas han hecho caso omiso de esta representación clausurante,
y siempre han insistido en ser reconocidos como ciudadanos, manifestándose y
reclamando visibilidad.
Claro que
estamos dolidos. Pero aunque la violencia me cause repulsión, no puedo evitar
con-miserarme, ponerme del lado de la miseria de aquél que ha sido burlado por
tanto tiempo y que de pronto se hartó, y ponerme del lado de la tristeza de
quienes han perdido a un ser querido que simplemente funcionaba para el Estado,
y para otros poderes que él mismo ignoraba.
El cielo es negro-carpa, y dormimos
en la intemperie.
Damián Cabrera
16 de junio de 2012
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