martes, 8 de enero de 2008

FUMO


Vino a visitarme. Estamos sentados en el balcón, en sillones de plástico, tejiendo palabras insulsas para gastar tiempo, mientras el coraje mío emerge. Éste es otro de nuestros tantos encuentros impulsados por la necesidad de saciar ansias y vicios. Ansias y vicios que ocultamos por temor a incidentes de tipo… expresivo, que pueden llevarnos a suplicios inconmensurables, a luchas cruentas entre los impulsos y el refrenamiento.
El balcón da justo a la calle, parece estar levemente inclinado hacia ella, y la barandilla de pino que lo rodea, hace décadas, chirría cada tanto con los suaves empujes del viento. Las calles asfaltadas son ríos negros que contornan las islas de mala sangre.
Al principio, nos costó creer que nos habíamos vuelto adictos. Mal sabíamos nosotros que estábamos predispuestos a ello, sino condicionados. Los genes, dicen, juegan un papel importante en la determinación de algunos hábitos de los seres humanos. Después, claro, están los condicionamientos ambientales. ¡Pucha, que no todo es magia!
Me mira. Le miro. En silencio bilateral hilvanamos el acto. Nuestros ojos lo han dicho todo y la impaciencia se proyecta en ambos.
―¿Vos trajiste el fuego?
―Sí, traje.
Somos principiantes en el acto. Nos movimos instintivamente el uno hacia el otro para probar los humos en la penumbra, en la soledad dual. Velado el acto por ramajes y arbustos húmedos, por la tienda de campaña en el jardín, por sábanas.
El tereré ayuda a soportar los minutos u horas precedentes al fumo. Aún en la noche, el agua fresca es bienvenida, y los sorbos en la bombilla semejan las succiones que anhelamos.
―¿Dónde está tu mamá?
―Ya está durmiendo ya. Vamos al fondo.
―No, esperá. Esperá nomás un rato más.
Cruza los brazos en rúbrica de falta de respuesta. En su inapreciable… “balanza moral”, juzga las consecuencias. Ya los muchachos conjeturaban la razón de nuestros encuentros furtivos.
―¿Vos fumás con Miguel? ¡Nde…!
―No, ¡mbóchi! Yo no hago esas cosas, hermano.
―Ya te pillamos todo ya.
―¡Qué pucha! Macanada lo que decís, chera’a.
Recela un poco. Él teme más que yo ser descubierto. Aún le importa su nombre, ante la gente, con las chicas... Yo sin embargo sugiero hacer manifiestos nuestros gustos, nuestros deseos: exponer nuestras pasiones, exponernos. Pero todo es tan condicionante; hormas que impiden la multitud de formas. Aunque entre nosotros no hay temor a filtraciones. Ya de antes, el pacto: “Éste va a ser nuestro secreto. Somos socios”. Y siempre fumamos.
Yerra entre ideas improbables, y los temores se le pintan en tierna expresión. Pero, de pronto, los impulsos rigen sobre él una fuerza tal que se desabrocha algunos botones de la camisa, abre la cajetilla atropelladamente y con un gesto me invita a fumar. Es noche, por tanto las sombras podrían encubrirnos; aún así, el temor a ser sorprendidos persiste.
Toma el cigarrillo delicadamente; lo enciende; exhala el humo que nos reunía, fundido en su gemido de placer y me lo pasa ―bajo la jarra de vidrio en el suelo cerca de la puerta―; fumo casi maquinalmente, expeliendo el hálito nebuloso con agitado respirar.
Pronto estamos envueltos en la bruma cálida y voluminosa, que es abrazo y acaso piel y besos. Agitados y confundidos en el humo epicúreo, flotamos, inconscientes de dónde nos encontramos.
De pronto la figura incongruente de mi madre nos sorprende con su cara de horror. Los ojos le saltan y el ceño se le frunce dándole una expresión deforme, coronada por la boca crispada. No se me ocurre nada, ninguna ruta de escape está abierta.
―Estamos fumando nomás, mami.
Pero no se me antoja apagar el cigarrillo, ni por “respeto”. La mujer en camisón comienza a dar vueltas por el breve espacio, a lo largo de la baranda, tapándose los oídos como aturdida por un ruido irritante. En un descuido tropieza con la jarra de tereré y choca contra la podrida barandilla de pino que se rompe, dejándole caer sobre el asfalto perenne.
Tiene en el rostro la misma expresión de pánico que ahora remedamos. Pronto la sangre se escurre calles abajo, tocando cada puerta, llegando a todo oído, diluida en el lenguaje.

2005