“¡Miguel!”. Hacer tronar los dedos con un sordo tric como si se suscitara en mí una desmesurada fuerza capaz de aplastar guijarros… “¡Atendeme-na[1] un poco!”.[2] Hay que girar la perilla blanca hasta sentir que los molares chocan unos contra otros, hasta sentir que las encías se liquidifican, hasta que los dientes se paseen por la lengua; hasta que el zumbido produzca en los oídos un deleitable dolor.
—¡Qué?
—Minguelito, atendeme-na un poco un rato, che papá.
—Miguel es mi nombre, ña Mercedes.
—Áina[3], pero yo ningo,[4] como se dice…, así de cariño nomás te digo Minguelito.
—¿Qué pasó?
—Ayer encontré uno tu poesía en el estante de trébol. ¿Quiere ser poeta piko? Tu papá no ha de querer.
—No le vaya que contar…
—No, yo no le iba luego a decirle nada. A mí ko demasiado luego me gusta esa cosa, no entiendo nomás demasiado.
—Si no le contás te voy a escribir una poesía, ña Mercedes.
—¿Enserio piko me decís?
Si uno cierra los ojos, cosas pasan. Cuando uno los tiene abiertos puede leer labios e interpretar lo que quiere decir mamá que está gesticulante delante del estante, junto a papá que mueve la cabeza; pero si uno los cierra, por el espacio que dure el medio parpadeo, hay un momento de soledad.
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